Goya rechaza el dogma de la imitación-copia, que se tambaleaba desde hacía algún tiempo, y se une a los artistas que, en lugar de buscar el parecido exacto entre sus obras y las criaturas naturales, quieren imitar al Creador supremo, Dios. Ya no deben aspirar a la similitud de las formas, sino a la analogía de los actos que las producen. Esto no quiere decir que Goya renuncie a entender la pintura como conocimiento del mundo, pero insiste en que se trata de un conocimiento determinado, que no puede reducirse al que proporcionan las ciencias. Por último, todos los artistas, no sólo los genios excepcionales, tienen derecho a liberarse de las reglas comunes. Descubrir la verdad, a la que el pintor aspira, pasa por adecuar la interioridad del individuo a los medios que utiliza, no por someterse a las tradiciones comunes y a las reglas que enseñan en las academias. En pintura no hay reglas, cada uno debe seguir sus propias inclinaciones y es preciso dar libre curso al genio de los alumnos. De golpe y porrazo Goya formula con firmeza un principio que nadie a su alrededor se atreve a proclamaren voz alta.La “ausencia de reglas” alude al modo de pintar, no al objetivo de la pintura, que sigue siendo mostrar el mundo. Y su negativa a que se imponga el mismo modelo a todos no significa que los alumnos no tengan nada que aprender.Mientras que a su alrededor impera una visión uniforme de la excelencia en pintura, él reclama no la dejadez y la arbitrariedad general, sino una educación atenta a las cualidades de cada uno.
En sus escasas conversaciones sobre pintura, al viejo Goya le gustaba burlarse de los académicos y de su manera de enseñar dibujo: “Siempre líneas y nunca cuerpos”, decía. “Pero ¿dónde encuentran esas líneas en la naturaleza? Yo sólo veo cuerpos iluminados y cuerpos que no lo están, planos que avanzan y planos que retroceden, relieves y cavidades. Mis ojos nunca perciben ni líneas ni detalles. No cuento los pelos de la barba de un hombre que pasa, y los botones de su abrigo tampoco se detienen ante mi mirada. Mi pincel no debe ver mejor que yo. En contra de la naturaleza, estos profesores cándidos quieren detalles de conjunto, pero sus detalles son casi siempre ficticios o mentirosos. Atontan a sus jóvenes alumnos haciéndoles trazar, con su lápiz más afilado, y durante años, ojos como almendras, bocas como arcos o como corazones, narices como sietes al revés y cabezas como óvalos. ¡Ay! ¡Que les den la naturaleza, que es el único profesor de dibujo!”. Del mismo modo que negaba el dibujo, o más bien la línea, Goya negaba rotundamente el color, aunque era colorista. Apoyaba ambas negaciones en un solo argumento: “En la naturaleza el color existe tan poco como la línea. Sólo hay sol y sombras. Dadme un trozo de carbón y os haré un cuadro. Toda pintura supone sacrificios y decisiones”, decía.
Como daba la mayor importancia a la luz, decía que un cuadro que produce el efecto adecuado es un cuadro acabado. El objeto de sus cuadros es la experiencia del pintor, no el mundo en sí, y lo que garantiza la calidad de los cuadros es la experiencia del espectador, no sus cualidades materiales. Pero esto no significa que se trate de experiencias estrictamente individuales. Goya sabe que sus interlocutores pueden apoyar su visión, y cuenta con que muchos espectadores confirmarán los efectos de sus cuadros. La verdad a la que aspira la pintura no es individual, sino que todos podemos compartirla.
Esta audaz declaración en favor de la libertad de creación anuncia la plurarización de los ideales artísticos que tendrá lugar en los siglos XIX y XX.
Referencia: Goya. A la sombra de las Luces de Tzvetan Todorov
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