El siglo XVII fue un período de prosperidad en Inglaterra. Tanto la colonización de India como la del Nuevo Continente supusieron un aluvión de recursos. El comercio internacional se convirtió en una parte fundamental de la economía británica, haciendo del puerto de Londres el punto de partida y llegada de barcos mercantes que inundaban de riqueza el país. Las industrias del acero, carbón, cristal y hierro se expandieron con fuerza y los mercaderes, considerados hasta el momento oportunistas intermediarios fuera de toda actividad productiva, adquirieron poder progresivamente hasta ejercer una extraordinaria influencia política. Nació también una nueva burguesía pudiente que decoraba sus casas con bellos muebles de madera noble y llenaba sus roperos de fabulosas telas de seda importadas de Oriente. Esta nueva clase media no era excepcionalmente rica, pero gozaba de un nada despreciable nivel de vida. La pobreza disminuyó de forma notable, se calcula que a finales del siglo XVII la mitad de la población inglesa podía comer carne a diario. La prosperidad cabalgaba con el signo de los tiempos. Esta frenética actividad necesitaba ser financiada. La expansión trajo consigo el nacimiento de los mercados financieros ingleses. Los comerciantes acumulaban excedentes de oro y plata. Los depositarios de estos metales preciosos (bancos privados, orfebres y otros agentes cambistas), al ver crecer los depósitos de sus clientes, pudieron prestar el dinero que este oro excedentario representaba. Surgió un sistema bancario organizado (en 1694 se fundó el Banco de Inglaterra), escribe el economista Fernando Trías de Bes.
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