Incluso los que tienen poco interés en el arte han digerido que el nombre Rembrandt es sinónimo de grandeza artística. Si un museo descubre que el cuadro que tiene de Rembrandt en realidad no lo pintó él sino un discípulo suyo, el valor de esa obra cae en picado. El cuadro en sí sigue siendo el mismo. Lo que ha cambiado es su situación contextual, lo que no es objetivamente apreciable sino más bien una cualidad atmosférica que el objeto produce en la mente del espectador. Los conservadores del museo pueden enviar el lienzo al sótano o dejarlo colgado donde estaba pero atribuyéndolo a su verdadero autor. El espectador,lo llamaremos señor Y, que en su día contempló la obra con admiración, comienza a ver su inferioridad respecto al Rembrandt “auténtico”. El señor Y no es un hipócrita ni un bufón. El cuadro no ha cambiado, pero sí lo ha hecho su percepción. Al lienzo le falta un componente crucial, aunque sea ficticio, el hechizo de la grandeza.
En un experimento muy difundido, la neuroeconomista Hilke Plassmann del Caltech descubrió (mejor dicho, redescubrió) que el mismo vino sabe mejor cuando en la etiqueta del precio se lee noventa dólares en lugar de diez. “El precio contribuye a que nos parezca que el vino sabe mejor,explica Plassmann, pero es un prejuicio cognitivo que proviene de cómputos cerebrales que me dicen que debo esperar que sea mejor y, a continuación, determina mi experiencia de tal modo que, en efecto, me sabe mejor”.
Todas nuestras percepciones están contextualmente codificadas y esa codificación contextual no permanece fuera de nosotros, en el entorno, sino que la interiorizamos en una realidad psicofisiológica, que es la razón por la que un nombre famoso unido a un cuadro lo vuelve literalmente mejor, escribe Siri Hustvedt, galardonada con el Premio Princesa de Asturias de las Letras.
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