Cuánta gente conocemos que envenena sus vidas, arruina todo lo que es dulce y bello con un temperamento explosivo, destruyen el equilibrio de su carácter, ¡y hacen mala sangre!
El descuidado, el ignorante, y el indolente, viendo solo el efecto aparente de las cosas y no las cosas en sí, habla de suerte, fortuna, y azar. No ven los intentos, fracasos y la lucha que estos hombres han enfrentado voluntariamente para ganar experiencia; no conocen del sacrificio que han hecho, de los esfuerzos intrépidos que se han propuesto, de la fe que han ejercido para lograr lo aparentemente imposible, y realizar la Visión de su corazón. Ellos no saben de la oscuridad y la angustia; solo ven la luz y la dicha, y la llaman suerte; no ven las largas y arduas jornadas, sino solo contemplan el logro placentero, y lo llaman fortuna; no entienden el proceso, sino solo perciben el resultado, y lo llaman azar.
La debilidad y fortaleza de un hombre, su pureza e impureza, son suyas, y de nadie más; son labradas por él mismo, y no por otro, y pueden ser alteradas solo por él, nunca por otro. Su sufrimiento y su felicidad emanan de dentro. Como él piense, así es él; como siga pensando, así seguirá siendo.
Un hombre fuerte no puede ayudar a uno débil a menos que el débil desee ser ayudado, más aún, el débil ha de hacerse fuerte por sí mismo; debe, con su propio esfuerzo, desarrollar la fortaleza que admira en otro. Nadie más que él puede alterar su condición.
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