domingo, 24 de abril de 2022

El amor ve al hombre tal y como Dios lo ha pensado

Scheler

Scheler define el amor como un movimiento espiritual que busca el más alto valor de la persona amada, como un acto espiritual en que se capta este valor, el más alto de todos, que Scheler llama la “salvación” de una persona. Algo parecido sostiene también Spranger cuando afirma que el amor conoce las posibilidades de valor de la persona amada. Por su parte, V. Hattingen, expresándose en términos diferentes, dice que el amor ve al hombre tal y como Dios “lo ha pensado”. Nosotros diríamos que el amor nos permite contemplar la imagen del valor de una persona.


Viktor Frankl 

Viktor Frankl escribe que “el amor enriquece siempre, necesariamente, a quien ama. No existen, por tanto, ni pueden existir, amores desgraciados; esa frase de amor desgraciado envuelve una contradicción consigo misma. Una de dos, o amamos de verdad, en cuyo caso nos sentiremos necesariamente enriquecidos, lo mismo si somos correspondidos que si somos rechazados; o no amamos real y verdaderamente, no “mentamos” propiamente la persona de otro ser, sino algunas cualidades físicas, corporales que “en ella” vemos o algún rasgo (anímico) de carácter que “posee”; en este caso, sí podemos sentirnos desgraciados, pero lo que ocurre es que no es el nuestro un verdadero amor. No cabe duda de que el simple enamoramiento ciega, en cierto modo, al enamorado; el verdadero amor, en cambio, aguza la mirada. Permite captar con mayor agudeza la personalidad espiritual del ser amado, así en cuanto a su realidad esencial como en cuanto a sus posibilidades de valor. El amor nos hace vivir al ser amado como a un mundo de por sí, dilatando con ello los confines de nuestro propio universo. A la par que nos enriquece y nos hace dichosos, estimula también al ser amado, encaminándolo hacia aquella posibilidad de valor que el amor y solamente el amor puede anticipar. El amor ayuda al ser amado a convertir en realidad lo que el amante se adelanta a ver, a intuir. Se comprende que así sea, pues se esfuerza siempre en ser cada vez más digno del amante o de su amor, asemejándose más de cerca a la imagen que el amante se forma, pareciéndose a “como Dios lo pensó y quiso”. Así, pues, siendo cierto que hasta los amores “desgraciados”, es decir, los amores no correspondidos, nos enriquecen y hacen felices, podemos afirmar que los amores “afortunados”, es decir, correspondidos, encierran una virtud manifiestamente creadora. En los amores mutuos, en los que cada cual quiere llegar a ser digno del otro, llegar a ser tal y como el otro se lo imagina, se desarrolla en cierto modo un proceso dialéctico, en el que los amantes rivalizan el uno con el otro, podríamos decir, en la realización de sus respectivas posibilidades. La mera satisfacción del impulso sexual produce placer; las relaciones eróticas del enamoramiento causan alegría; el verdadero amor depara al hombre la dicha. En esta escala de resultados se revela una creciente intencionalidad. El placer es, simplemente, un estado afectivo; la alegría implica ya algo intencional, se dirige hacia algo. La dicha se endereza en una dirección determinada: la propia realización. La dicha adquiere, de este modo, un carácter de realización (beatitudo ipse virtus, dice Spinoza). La dicha no es simplemente intencional, sino que es también “productiva”. Sólo así cabe comprender la posibilidad de que el hombre “se realice” en su dicha.”

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