sábado, 16 de septiembre de 2017

María Estuardo e Isabel Tudor.

María Estuardo
Escribe Stefan Zweig que María Estuardo es como mujer completamente mujer, mujer en primer término y en último término, y precisamente las más importantes decisiones de su vida vienen de esa fuente subyacente de su sexo. No es que fuera una naturaleza constantemente apasionada, una naturaleza dominada tan sólo por sus instintos… al contrario, el primer rasgo de carácter que llama la atención en María Estuardo es su larga contención femenina. Pasaron años y años antes de que la vida sentimental despertara siquiera en ella. Durante mucho tiempo tan sólo se ve a una mujer amable, tierna, dulce, relajada, con una ligera languidez en los ojos, una sonrisa casi infantil en la boca, un ser indeciso e inactivo, una mujer niña. Es llamativamente sensible (como toda naturaleza de verdad femenina), su ánimo vibra con facilidad, puede ruborizarse o palidecer con el menor de los motivos, y las lágrimas le brotan con rapidez y facilidad. Pero esas olas rápidas y superficiales de su sangre no revuelven sus profundidades durante mucho tiempo; y precisamente porque es una mujer completamente normal, una auténtica, verdadera mujer, María Estuardo sólo descubre su auténtica,
Maria Estuardo Reina de Escocia
su verdadera fuerza en una pasión… por completo, una sola vez en su vida. Pero entonces se siente lo enormemente mujer que es, su carácter instintivo, la forma en que está encadenada sin voluntad a su sexo. Porque en ese gran momento de su éxtasis desaparecen de pronto, como arrasadas, las fuerzas superiores de la cultura en esta mujer hasta entonces fría y medida; todos los diques levantados por la educación, la dignidad y las costumbres se rompen, y, obligada a elegir entre su honor y su pasión, María Estuardo, como una auténtica mujer, no opta por su realeza, sino por su feminidad. El manto real cae con brusquedad, y tan sólo se siente desnuda y ardiente como una de las incontables personas que toman amor y quieren dar amor, y nada da a su figura tanta grandeza como el hecho de que, en aras de esos instantes de su existencia plenamente vividos, haya tirado a un lado con desprecio el reino, el poder y la dignidad real. Isabel en cambio jamás fue capaz de una entrega como ésa, por razones misteriosas. Porque físicamente no era “como todas las demás mujeres”. No sólo le estuvo vedada la maternidad, sino probablemente también la forma natural de total entrega femenina. No fue la reina virgen («virgin Queen») tan voluntariamente como aparentaba, y aunque
Retrato de la reina Isabel I de Inglaterra
ciertas noticias contemporáneas (como las transmitidas por Ben Jonson) sobre una malformación física de Isabel son dudosas, es cierto que una inhibición física o psíquica la trastornó en las zonas más secretas de su feminidad. Semejante desdicha tiene que determinar de manera decisiva la esencia de una mujer, y en ese secreto están contenidos, en germen, por así decirlo, todos los demás secretos de su carácter. Ese carácter voluble, vacilante, distraído y veleta de sus nervios, que sumerge su ser constantemente en una vacilante luz de histeria, lo desigual e imprevisible de sus decisiones, ese eterno cambio del fuego al frío, del «sí» al «no», todo lo que tenía de comediante, de refinado, de traicionero, y no menos aquella coquetería que jugaba las peores pasadas a su dignidad de estadista, procedían de esa inseguridad interior. Sentir, pensar, actuar de forma inequívoca y natural estaba vedado a esta mujer herida en lo más hondo, nadie podía contar con ella, y ella misma era la que menos segura estaba de sí misma. Pero aunque mutilada en sus ámbitos más íntimos, aunque de nervios vacilantes, aunque peligrosa
Ben Jonson
en su astucia de intrigante, Isabel jamás fue cruel, inhumana, fría y dura. Nada es más falso, superficial y banal que la idea, que ya se ha vuelto esquemática (como la recogía Schiller en su tragedia) de que Isabel jugó como un gato malvado con una dulce e indefensa María Estuardo. Quien mire con más atención percibirá en esta mujer, helada de solitario frío en medio de su poder, que no hace sino atormentarse histéricamente con sus medio amantes porque a ninguno puede entregarse por completo, un calor oculto y disfrazado, y detrás de todas sus extravagancias y vehemencias una voluntad sincera de ser generosa y bondadosa. La violencia no casaba con su naturaleza temerosa, prefería refugiarse en las pequeñas artes nerviosas de la diplomacia, el juego de menor responsabilidad entre bastidores; en cambio, titubeaba y se estremecía ante cualquier declaración de guerra, cada sentencia de muerte pesaba como una losa sobre su conciencia, y empleó lo mejor de sus energías en preservar la paz en su país. Si combatió a María Estuardo fue únicamente porque se sentía amenazada por ella, y aun así hubiera preferido rehuir la lucha abierta, porque era jugadora y tahúr por naturaleza, pero no luchadora. Ambas, María Estuardo por dejadez e Isabel por temor, hubieran preferido mantener una falsa paz a medias. Pero la constelación del momento no permitía convivencia alguna. Indiferente a la voluntad más íntima del individuo, la voluntad de la Historia, a menudo más fuerte, empuja a los hombres y a las potencias a su criminal juego.

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