martes, 21 de agosto de 2018

Se ha inculcado que el mundo es una realidad previsible, de modo que cuando fuerzas imprevisibles vienen la gente se siente frustrada.

Se ha hecho creer que el progreso es algo que sucede de manera automática, lo que no predispone a afrontar obstáculos, y nada sorprendentemente se ha interpretado el derecho a alcanzar la felicidad como el derecho a gozar de ella, como si se tratara del derecho a voto. Las cosas serían distintas si estos presupuestos formaran parte de alguna visión espiritual, pero como se les ha dicho que la felicidad puede alcanzarse en un mundo limitado a lo aparencial. Se  ha inculcado que el mundo es una realidad previsible, de modo que cuando fuerzas imprevisibles vienen a romper el idilio que mantienen con él, naturalmente la gente se siente frustrada. Los superiores en la jerarquía tecnológica han abusado de la confianza, por lo que son proclives a padecer crisis periódicas que les sirven para ajustar cuentas. Pensemos en un habitante cualquiera de Megalópolis. La linterna mágica le ha evitado la contemplación del abismo, gracias a lo cual concibe el mundo como una máquina relativamente sencilla que basta un poco de habilidad para ponerlo en marcha. Y al hacerlo, le brinda el mundo comodidades y satisfacciones, ésas mismas que los líderes demagógicos le dicen que le pertenecen por derecho propio. Pero de vez en cuando se puede entrever algún misterio, y por más que se esfuercen los ingenieros, la máquina no logra evitar del todo estas interrupciones. Al igual que sus ancestros, tiene que enfrentarse a dificultades,
pero como esto es algo que no figuraba en el contrato original, sospecha la intervención de una mano maligna y se da a la infantil tarea de culpar a otros individuos de cosas que son inseparables de la condición humana. La verdad es que nunca se le ha enseñado a saber en qué consiste ser un hombre. Nadie le ha dicho que es el producto de la disciplina y la formación, y que debería agradecer el estar sometido a exigencias que lo obligan a crecer; estas son ideas de las que desertaron los libros de texto con la llegada del Romanticismo. El ciudadano actualmente es hijo de unos padres indulgentes que satisfacen todos sus caprichos e inflan el ego hasta incapacitarlo para cualquier forma de lucha, escribe Weaver.

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