domingo, 2 de octubre de 2016

El niño brota del corazón mismo de los esposos, de ese don recíproco.

hombre y mujer
La revolución biotecnológica en el campo de la procreación humana ha introducido la posibilidad de manipular el acto generativo, convirtiéndolo en independiente de la relación sexual entre hombre y mujer. De este modo, la vida humana, así como la paternidad y la maternidad, se han convertido en realidades componibles y descomponibles, sujetas principalmente a los deseos de los individuos o de las parejas. Una cosa es comprender la fragilidad humana o la complejidad de la vida, y otra cosa es aceptar ideologías que pretenden partir en dos los aspectos inseparables de la realidad. No intentemos pretender sustituir al Creador. Somos criaturas, no somos omnipotentes. Lo creado nos precede y debe ser recibido como don. Al mismo tiempo, somos llamados a custodiar nuestra humanidad, y eso significa ante todo aceptarla y respetarla como ha sido creada.

El niño que llega no viene de fuera a añadirse al amor mutuo de los esposos; brota del corazón mismo de ese don recíproco, del que es fruto. No aparece como el final de un proceso, sino que está presente desde el inicio del amor como una característica esencial que no puede ser negada sin mutilar al mismo amor. Desde el comienzo, el amor rechaza todo impulso de cerrarse en sí mismo, y se abre a una fecundidad que lo prolonga más allá de su propia existencia. Entonces, ningún acto genital de los esposos puede negar este significado, aunque por diversas razones no siempre pueda de hecho engendrar una nueva vida. El hijo reclama nacer de ese amor, y no de cualquier manera, ya que él no es un derecho sino un don, que es el fruto del acto específico del amor conyugal de sus padres. Porque según el orden de la creación, el amor conyugal entre un hombre y una mujer y la transmisión de la vida están ordenados recíprocamente (cf. Gn 1,27-28). De esta manera, el Creador hizo al hombre y a la mujer partícipes de la obra de su creación y, al mismo tiempo, los hizo instrumentos de su amor, confiando a su responsabilidad el futuro de la humanidad a través de la transmisión de la vida humana.


Es tan grande el valor de una vida humana, y es tan inalienable el derecho a la vida del niño inocente que crece en el seno de su madre, que de ningún modo se puede plantear como un derecho sobre el propio cuerpo la posibilidad de tomar decisiones con respecto a esa vida, que es un fin en sí misma y que nunca puede ser un objeto de dominio de otro ser humano.

El niño que llega no viene de fuera a añadirse al amor mutuo de los esposos

El hijo reclama nacer del amor, y no de cualquier manera

el Creador hizo al hombre y a la mujer partícipes de la obra de su creación

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