martes, 7 de junio de 2016

Una familia de refugiados.

El Confidencial recogía en sus paginas la historia de una familia de Egipto que por ser cristianos y no aceptar  convertirse al Islam tuvieron que huir. 
La historia transcurre así.
El rostro de los egipcios Maryam y Mina Saad, de 15 y 12 años, son la viva imagen de la desesperación que provoca la idea de volver a manos de quien te despojó de tu infancia, tu hogar y tu familia. Unos hombres, bajo la bandera de una cofradía islamista, secuestraron a su madre en 2.006 y exigieron al resto de la familia que se convierta al islam para recuperar a su progenitora.

bandera de una cofradía islamista
bajo la bandera de una cofradía islamista
Una banda de islamistas llegó hasta su casa para exigirle profesar la religión del Corán. Prometieron ayudarle con la educación de sus hijos en la mezquita y, si cooperaba, traerían de vuelta a su mujer para que ambos “sigan su matrimonio bajo la bendición de Alá. “Nosotros ni adoramos ni creemos en Mahoma, y no lo haremos nunca. Tenemos nuestra religión y nuestro Dios nos ayudará a salir adelante”, sentencia Nabil. 
Port Said
Estuvieron tres años escondiéndose de casa en casa y de ciudad en ciudad en Egipto. Maryam las tiene contadas: “nos trasladamos doce veces, nos escondimos mucho y pasamos mucho miedo”. Nabil vendió sus propiedades, cerró sus negocios en Alejandría, Cairo y Port Said. Alquilaba pequeños apartamentos para ocultarse de forma temporal. Rompió lazos incluso con su familia y dejó de llevar a sus hijos a la escuela porque los militantes radicales también fueron a por ellos.
“Empecé a llevar a mi hijo hasta la puerta de clase y esperar hasta verle entrar. Ese día había hecho lo mismo. Pero, cuando fui a recogerle, no apareció. Su profesor me dijo que no había llegado a la escuela. Yo sabía que eso era imposible. Uno de los niños me chivó que el maestro había enviado a mi hijo a hacer un recado a un sitio cercano. Fui allí y me encontré con un furgón lleno de personas con la cara cubierta y mi hijo dormido en un sofá. Estaba drogado, le intenté despertar y no reaccionaba. Le cogí en brazos y cuando estábamos saliendo nos pararon unos hombres armados y me hicieron rogarles y firmar unos papeles para llevármelo”, rememora, sin temblarle la voz y con mucho rencor guardado.

Entonces supo que se tenían que ir. Encerró a sus hijos en casa, él con ellos, y empezó a trazar un plan para huir del país. Se había deshecho de lo poco que le quedaba, pero aún tenía algo de ahorros, que serían su pasaporte a un lugar seguro. “Nunca había salido de Egipto, ni sabía lo era viajar, estaba asustado de que nos pasara algo en el camino pero tenía claro que no nos podíamos quedar allí”, relata Nabil. Se puso en contacto con una mafia que les sacó de forma irregular de Egipto hacia Libia. En Bengashi, cogieron un avión rumbo a Turquía, donde unos traficantes les prometieron llevarlos a Suiza. Después de semanas de viaje en coche y documentación ilegal, acabaron en los Países Bajos para empezar una nueva batalla: conseguir el asilo, a mediados de 2.009. 
“Cuando llegamos a Holanda, nos dejaron en Maastricht y nos dijeron que nos buscáramos la vida. Escuché que en la comisaría podía pedir asilo, y fui a una. Me defendía mal en inglés, pero me entendieron y me dijeron que allí no era. Estaba desesperado y no sabía qué hacer. Cuando estábamos saliendo a la calle, mi hijo se desmayó, no respiraba y su corazón dejó de latir. Le di ya por muerto”, relata sobre su primer día en los Países Bajos. La policía llamó a una ambulancia, les ayudaron y en el hospital “resucitaron” a su hijo. Le había dado un ataque cardiaco. “Ahí me aferré mi Dios más que nunca y supe que estaba con nosotros”, celebra. 
trasladaron a la familia a un campamento de refugiados
Al día siguiente, la comisaría les mandó un taxi para que se los llevara al Servicio de Inmigración para hacer la solicitud de asilo. Tras escuchar su historia, le dijeron que aceptaban iniciar el proceso y trasladaron a la familia a un campamento de refugiados. Siete años de procedimientos, litigios e incertidumbre a la espera de un concedido, pero no han recibido más que cartas que rechazan su solicitud y en las que “no se hacía ninguna mención a la religión”, causa por la que escaparon y por la que Egipto “no es segura” para ellos. 
“Llevamos ya siete años encarcelados en el campamento de
Amersfoort
Amersfoort”, asegura Maryam. Encarcelados porque no pueden salir de la provincia de Utrecht y deben ir a sellar a diario “como criminales”, dice Nabil, porque deben estar localizados en todo momento. Sobre su proceso de asilo, lamenta la “crueldad” con la que están siendo tratados. “Un funcionario me dijo que por qué no me convertía al islam y así podía volver a mi país tranquilo, pero ¡cómo me puede decir eso!”, exclama y reitera que todos “morirán” cristianos.  
“Estoy psicológicamente destruido, ya no tengo ni ganas de vivir, aunque me den una tarjeta de residencia, no sabría ni por dónde empezar”, agrega, desesperado. Tampoco esconde su rencor hacia el islam. “Para mi, morir es descansar, ya he sufrido lo suficiente, y me iría con gusto”. 

Pero sus hijos le hacen seguir adelante. Después de recorrerse el mundo con sus vástagos, intentando ponerles a salvo, ahora pide un lugar donde estar en paz. “Necesito parar esta tortura. Si me dan asilo en cualquier otro país, voy a donde sea, pero que no me entreguen a esos mismos de los que he huido”, ruega. Maryam y Mina no hacen más que repetir que quieren quedarse con sus amigos. Dos adolescentes que no entienden de edades y que han crecido rogando un asilo que parece no llegar nunca. 


asilo político

persecución religiosa





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