sábado, 11 de noviembre de 2017

La caída de Constantinopla.


En 1453, en el mismo lugar que sus predecesores, rodeado por su pueblo y por sus sacerdotes, envuelto en una nube de incienso, el último emperador Constantino olvidó por un momento que era un insignificante déspota cuyo imperio no abarcaba más allá de las murallas de su ciudad. El emperador intentó reunir al pueblo llevando en procesión la Hodegetria. Este icono de la Virgen se decía que infundía el
terror en el ánimo de los enemigos de Constantinopla. Constantino esperaba que entonces hiciera lo mismo, pero cuando los acólitos sacaron la Hodegetria a la calle, el icono cayó al suelo y, cuando la gente corrió a levantarla, no pudieron moverlo. Mientras intentaban levantarlo empezó a llover a cántaros y fue preciso renunciar a la procesión, parecía que la Virgen de la Hodegetria había abandonado a su pueblo.

Arquitectura Original Santa Sofia
Los ciudadanos de Constantinopla, cuenta Edward Hollis, hallaron su ciudad envuelta en una niebla tan espesa que la cúpula de Santa Sofía apenas se divisaba. Durante siglos, los barcos habían utilizado la cúpula como guía para llegar a la ciudad, pues por la noche el resplandor de los miles de lámparas de aceite que parpadeaban en su interior se reflejaba en el agua; los marineros, en palabras de Pablo el Silenciario, no “guiaban sus cargados bajeles por la luz de Cinosura ni de la Osa que da vueltas sino por la divina luz de la iglesia misma”. Aquella noche, las luminarias de la cúpula de Santa Sofía estaban encendidas como de costumbre y se reflejaban en el agua, pero pronto empezaron a comportarse de una manera muy extraña. 

El monje Néstor Iskander recordaría más tarde haber visto brotar una gran llamarada que rodeó la iglesia durante largo tiempo. Las llamas se unieron formando una sola, ésta cambió y se produjo una luz indescriptible. Al instante se elevó al cielo. Quienes lo vieron se quedaron paralizados, empezaron a gemir y a clamar en griego: “¡Dios tenga misericordia! La luz se ha ido al cielo”. Todo el mundo sabía que la cadena de oro se había roto, el ángel se había marchado y el día siguiente sería el último del imperio
Constantino XI
romano. Ya era demasiado tarde para desacuerdos sectarios, demasiado tarde para echar la culpa al emperador, demasiado tarde para rechazar al Ónfalos. Y el 28 de mayo de 1453 se congregaron en Santa Sofía para rezar por última vez. Cuando terminaron los oficios, el emperador convocó a su Senado y a sus generales y, llorando, les hizo una postrera y desesperada súplica: “Arrojadles vuestras jabalinas y vuestras flechas para que sepan que están combatiendo con los descendientes de los griegos y los romanos”. Acto seguido, salió a defender la ciudad. El pueblo levantó la voz al cielo en una oración desesperada, pero el cielo ya no la oyó.  Al otro lado de las murallas, los ejércitos del islam también habían visto las señales y estaban preparados.

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