miércoles, 7 de octubre de 2020

En Unamuno prevalece constantemente la preocupación de Dios, el ansia de creer


Miguel de Unamuno

De Miguel de Unamuno se decía que era cerebral, sofista, creyente e incrédulo, cristiano y ateo, místico y morabito, como le llamó Ortega. Se dice de él que cree, que descree, que contracree; que pasa de las afirmaciones más radiantes a las negaciones más atroces. Hay en él una serie de Unamunos sucesivos, sinceros, complicados, incómodos, doloridos, exaltados, creyentes, que hablan por él, cada uno desde su ángulo de visión. Es desconcertante y es múltiple. Y sobre todo libérrimo. No tolera, lo repite una y otra vez, ser encasillado ni clasificado. Que le pongan etiquetas. Se irrita incluso que le llamen sabio e intelectual. “Aunque pienso por cuenta propia, escribe a su amigo Ilundain, no soy ni sabio ni pensador. Soy un sentidor. No soy idealista; soy espiritualista. No soy un intelectual, sino un pasional”. En Unamuno prevalece constantemente la preocupación de Dios, el ansia de creer, el desconsuelo de descreer, la ardiente necesidad de la pervivencia, de la inmortalidad. “A los que me preguntan que cuál es mi religión, les respondo que mi religión es buscar la verdad en la vida, y la vida en la verdad, aún a sabiendas de que no he de encontrarla mientras viva, mi religión es incesante e incansablemente bucear con el misterio; mi religión es luchar con Dios desde el romper del alba hasta el caer de la noche, como dicen que con Él luchó Jacob… Quiero trepar a lo inaccesible… Ésos, los que me dirigen esa pregunta, quieren que les dé un dogma, una solución en que puedan descansar el espíritu de su pereza. Y ni esto quieren, sino que buscan poder encasillarme y meterme en uno de los cuadriculados en los que colocan a los espíritus, diciendo de mí que es luterano, es calvinista, es católico, es ateo, es racionalista, es rústico, o cualquiera otro de esos motes, cuyo sentido claro desconocen, pero que les dispensa de pensar más. Y no quiero dejarme encasillar, porque yo, Miguel de Unamuno, como cualquier otro hombre que aspire a conciencia plena, soy especie única”.


“En el orden religioso, prosigue, apenas hay cosa alguna que tenga racionalmente resuelta, y, como no la tengo, no puedo comunicarla lógicamente, porque sólo es lógico y trasmisible lo racional”. Eso no obsta para que en repetida ocasiones abomine de lo racional y se atenga a lo que le sale del corazón, que es, en definitiva, donde él encuentra el consuelo de un Dios que está necesitando y de una verdad que busca y que se le niega por la vía áspera de la razón desnuda. Porque Unamuno es, en sus mejores momentos, un cordialista pascaliano, de fuerte tendencia paulina y agustiniana. Por eso, él descansa y halla la paz en la lectura de Santa Teresa, de Fray Luis y de San Juan de la Cruz. “Sólo vivimos de contradicciones y por ellas; como que la vida es tragedia y la tragedia es perpetua lucha, sin victoria ni esperanza de ella; es contradicción”. Lo que le faltaba a Unamuno, y él mismo lo reconoce repetidas veces, es humildad, entrega, que es el camino seguro de la gracia. Y él lo sabía bien. Pero estaba poseído de sí mismo y no renuncia a su engreimiento, a su postura beligerante ante Dios y ante la razón y la vida. En el fondo de su corazón y de su pensamiento, aun en las crisis de sus más rotundas negaciones, siente una prevención anhelante de Dios. Lo que le sucede es que no da un margen de confianza, de crédito suficiente a Dios; y le apremia, pero con orgullo; quiere desentrañarle, interrogarle contradictoriamente, polemizar con él y hacerle a imagen y semejanza de él, Miguel de Unamuno. Dialoga con Él y le arguye, como Job; pero no se le rinde fácilmente como Job, que, al fin, reconoce y acata sus designios ocultos. Él, Unamuno, quiere que Dios tenga razón, pero quiere que la tenga porque se la da él, Miguel de Unamuno. Lo dice bien claramente en aquel desconsolador y revelador artículo, que titula Sobre sí mismo, pequeño ensayo cínico, en el que define bien su actitud: “¿Que tengo el defecto,dice, de producir juicios demasiado excesivos? ¡Como que por eso parecen contradictorios! Dudo que haya un pensador más inclusivo que yo. Lo que hay es que siento con tanta fuerza la verdad de cada extremo, que cuando expongo uno de ellos rechazo toda concesión al otro. De aquí mi sentimiento de la antítesis, que es lo que produce esa especial figura retórica, y no más que retórica, que llaman paradoja. Y yo, ya se sabe, soy, por definición o por clasificación, un paradojista".

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