viernes, 30 de marzo de 2018

Quería morir el Viernes Santo.


Cuenta Stefan Zweig que como todo artista verdadero y riguroso, Händel no alababa sus propias obras. Pero amaba una, El Mesías. Amaba esa obra por gratitud, porque le había salvado de la propia sima, porque con ella él mismo se había redimido. Se representó en Londres año tras año, y siempre todos los ingresos, quinientas libras cada vez, se destinaron a la mejora de hospitales. Del que se había curado, a los necesitados. Del que había sido liberado, a aquellos que aún estaban en prisión. Y con esta obra, con la que se había remontado desde el Hades, quiso también
Interior de Covent Graden en 1804.
despedirse. El 6 de abril de 1759, ya muy enfermo, el maestro de setenta y cuatro años dejó que una vez más le llevaran hasta el podio del Covent Garden. Y allí estaba, aquel hombre inmenso, ciego, en medio de sus fieles, rodeado por los músicos y los cantantes. Sus ojos vacíos, apagados, no podían verlos, pero cuando con gran estrépito las ondas de la melodía rodaron hasta él, cuando el júbilo de certeza que emanaba de cientos de voces creció como un huracán, entonces su rostro cansado se iluminó y cobró vida. Balanceó los brazos, llevando el compás, y cantó con tal seriedad y tal fe como si fuera un sacerdote y se encontrara a la cabecera de su propio féretro, rogando con todos por su salvación y por la de los demás. Sólo una vez, cuando, obedeciendo la invocación "The trumpet shall sound", las trompetas se alzaron bruscamente, dio un respingo y, con los ojos fijos, miró hacia arriba, como si estuviera ya dispuesto para el Juicio Final. Sabía que su obra estaba bien hecha. Podía presentarse ante Dios con la cabeza erguida.

Viernes Santo.
Conmovidos, sus amigos llevaron al ciego a su casa. También ellos tenían la sensación de que se trataba de una despedida. En la cama aún movió suavemente los labios. Quería morir el Viernes Santo, murmuró. Los médicos se asombraron, no le entendían, pues no sabían que aquel Viernes Santo era 13 de abril, el día en el que aquella pesada mano le arrojara al suelo, el día también en el que El Mesías sonara por vez primera en el mundo. Y el día en el que todo en él había muerto, también había resucitado. En el día que había resucitado quería morir, para estar seguro de que resucitaría a la vida eterna. Y, en efecto, aquella voluntad única tuvo también poder sobre la muerte, como lo había tenido sobre la vida. El 13 de abril a Händel le fallaron las fuerzas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario