sábado, 24 de marzo de 2018

Laicismo y anticlericalismo en el siglo XIX.

El historiador Jordi Albertí cuenta que la revuelta federalista catalana de 1869 y las insurrecciones cantonalistas de Murcia, Valencia y Andalucía en 1873 y 1874 representaron la vinculación de los partidarios del federalismo intransigente con el republicanismo en expansión. La convergencia de las dos corrientes del pensamiento político consolidaron el predominio del laicismo no sólo en los ambientes obreristas sino también en los culturales e intelectuales, dando lugar a la proliferación de amplias campañas anticlericales en la prensa y en el teatro.

Por otro lado en Cataluña los obispos Josep Morgades y
Josep Torras i Bages, titulares de las sedes de Barcelona y Vic, favorecieron el compromiso de la Iglesia en Cataluña con la Renaixença con la voluntad de facilitar la superación de las heridas derivadas de la guerra carlista. La publicación, en 1892, de La tradición catalana del obispo Torras i Bages dio lugar a la conversión de muchos carlistas, entre ellos numerosos clérigos, a la causa regionalista, y marcó los límites doctrinales del catalanismo confesional y conservador y en clara oposición a la corriente laica y republicana del catalanismo radical.

El carlismo fue un movimiento importante para el País Vasco y Navarra durante el siglo XIX.
En la segunda mitad del siglo XIX en el Pais Vasco se desarrolló una doctrina nacionalista íntimamente relacionada con la defensa de la religión como factor aglutinante y determinante de la personalidad colectiva que dará lugar a la fundación, en 1895, del Partido Nacionalista Vasco (PNV).

La sociedad española durante el último tercio del siglo XIX, dice Albertí, implantó un sistema bipartidista que derivó en una alternancia en el poder a partir de pactos ajenos a los procesos electorales. El sistema favoreció al caciquismo y marginó a los partidos carlistas, republicanos y socialistas. En este ambiente políticamente corrupto el anarquismo encontró un hábitat ideal para su propagación y en él se fraguaron las peores tempestades para la sociedad española en general y, de una forma particular, para la Iglesia.

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