sábado, 23 de diciembre de 2017

El enamorado quiere a la amada en sí misma, no el placer que pueda proporcionarle.

hombre lascivo
Usamos una expresión muy desafortunada cuando decimos de un hombre lascivo que va rondando las calles en busca de una mujer, que “quiere una mujer”. Estrictamente hablando, una mujer es precisamente lo que no quiere. Quiere un placer, para el que una mujer resulta ser la necesaria pieza de su maquinaria sexual. Lo que le importa la mujer en sí misma puede verse en su actitud con ella cinco minutos después del goce. 
El eros hace que un hombre desee realmente no una mujer, sino una mujer en particular. De forma misteriosa pero indiscutible, el enamorado quiere a la amada en sí misma, no el placer que pueda proporcionarle. Ningún enamorado del mundo buscó jamás los abrazos de la mujer amada como resultado de un cálculo, aunque fuera inconsciente, de que serían más agradables que los de cualquier otra mujer, opina Clive Staples Lewis. Si se planteara esa cuestión, sin duda respondería que así era; pero el hecho de planteársela sería salirse completamente del mundo del eros.
Lewis dice que el eros, aun siendo el rey de los placeres, en su punto culminante tiende a considerar el placer como un subproducto. El hecho de pensar en el placer volvería a meternos en nosotros mismos, en nuestro propio sistema nervioso, mataría al eros, como podemos “matar” un hermoso paisaje de montaña al fijarlo en nuestra retina y en nuestros nervios ópticos. En todo caso, ¿es el placer de quién? Porque una de las primeras cosas que hace el eros es borrar la distinción entre el dar y el recibir.

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