lunes, 31 de julio de 2017

Libertad.

John Locke
Desde las grandes revoluciones francesa y americana, en la segunda mitad del siglo XVIII, la libertad ha ocupado un lugar preeminente como principio definidor del liberalismo. Según John Locke, un teórico político cuya obra inspiró a los Padres Fundadores de Estados Unidos, garantizar la libertad es la justificación última de la constitución legal de un Estado: “El fin de la ley no es abolir o constreñir sino preservar y aumentar la libertad”. La libertad de tener las opiniones políticas y religiosas que uno quiera, de expresar tales opiniones sin temor ni trabas, de decidir por uno mismo dónde y de qué manera vivir la propia vida, tales son los premios de la libertad. Según la Declaración de Independencia de Estados Unidos de 1776, la libertad, además de la vida y la búsqueda de la felicidad, es uno de los derechos naturales e inalienables de los que están
dotados todos los seres humanos por igual. Es un derecho que no debe ser limitado, salvo por las más poderosas razones, pero que tampoco puede ser ilimitado o absoluto. Como el filósofo e historiador social inglés R. H. Tawney dijo “la libertad para el lucio es la muerte para los pececillos”. La libertad sin trabas, o licencia para cualquier cosa, inevitablemente infringe la libertad de los demás.
Terror de Robespierre
La puesta en práctica y la defensa de la libertad raramente se desarrollan sin problemas. Estados Unidos, que se autoproclama portador de la antorcha de la libertad, se vio mancillado por la esclavitud legalizada, prolongada durante casi un siglo después de haber ganado su independencia, y cuya práctica informal continuó en el siglo XX. En Francia, otro gran bastión de la libertad, la “serena y bendita libertad” que proclamaba un periódico parisino tras la caída de la Bastilla en 1789 se había transformado, en el lapso de cuatro años, en el reinado del Terror de Robespierre, en el que toda la oposición política fue aplastada y se guillotinó a unos 17.000 sospechosos de contrarrevolucionarios.

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