lunes, 31 de julio de 2017

La guerra fría resultó tener que ver más con la mantequilla que con los cañones.


Si la guerra fría se hubiera calentado en algún momento, es muy probable que la hubiese ganado la Unión Soviética. Con un sistema político mucho más capaz de absorber fuertes bajas de guerra (la tasa de mortalidad de la Segunda Guerra Mundial, expresada como porcentaje de la población de antes de la guerra, había sido allí cincuenta veces superior a la de Estados Unidos), la Unión Soviética también tenía un sistema económico idealmente adaptado para la producción masiva de armamento sofisticado, cuenta el profesor Ferguson. De hecho, en 1974 los soviéticos tenían un arsenal de bombarderos estratégicos y misiles balísticos considerablemente mayor. Desde el punto de vista científico, iban solo un poco por detrás de Estados Unidos.  Asimismo,
estaban provistos de una ideología que resultaba mucho más atractiva que la alternativa norteamericana en las sociedades poscoloniales de todo lo que pasaría a conocerse como el Tercer Mundo, donde a los campesinos pobres les esperaba una vida de servidumbre bajo la bota de unas élites corruptas que poseían toda la tierra y controlaban las fuerzas armadas. 

Allí donde había una lucha de clases significativa, el comunismo podía prevalecer. No obstante, al final la guerra fría resultó tener que ver más con la mantequilla que con los cañones, con los juegos de pelota que con las bombas. Las sociedades que vivían en un perpetuo temor al apocalipsis tenían, sin embargo, que seguir con su vida civil, dado que hasta los grandes ejércitos de las décadas de 1950 y 1960 eran mucho más pequeños que los de la década de 1940. De un máximo del 8,6 por ciento de la población en 1945, las fuerzas armadas de Estados Unidos pasaron a menos
del 1 por ciento en 1948, y desde entonces nunca superaron el 2,2 por ciento, ni siquiera en el apogeo de las intervenciones norteamericanas en Corea y Vietnam. La Unión Soviética se mantuvo más militarizada, pero, aun así, la parte militar de la población disminuyó después de su máximo posbélico del 7,4 por ciento en 1945, y permaneció constantemente por debajo del 2 por ciento a partir de 1957. El problema de la Unión Soviética era muy simple, Estados Unidos ofrecía una versión mucho más atractiva de la vida civil que los soviéticos. Y ello no solo se debía a una ventaja intrínseca en términos de dotación de recursos; se debía también a que la planificación económica centralizada, aunque indispensable para el éxito en la carrera armamentística nuclear, resultaba del todo inadecuada para satisfacer las demandas de consumo. Puede que el planificador sea el más capacitado para inventar y entregar el arma definitiva a

un solo cliente, el Estado; pero nunca puede esperar satisfacer los deseos de millones de consumidores individuales, cuyos gustos se hallan, en cualquier caso, en constante cambio. Esta era una de las muchas ideas expuestas por el eterno rival de Keynes, el economista austríaco Friedrich von Hayek, en cuyo Camino de servidumbre (1945) había advertido a Europa occidental de que debía resistirse a la quimera de la planificación en tiempos de paz. Fue, dice Ferguson, en la satisfacción (y la creación) de demandas de consumo donde el modelo mercantil estadounidense, revitalizado durante la guerra por el mayor estímulo fiscal y monetario de todos los tiempos, y resguardado por la geografía de las depredaciones de la guerra total, se reveló invencible.


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