sábado, 19 de mayo de 2018

El verdadero desafío consiste en comprender la vida espiritual de unos pueblos pobres, humillados y denigrados que han sido excluidos.

República Centroafricana 
Un ciudadano normal y corriente de un país pobre, musulmán y no democrático, como cualquier funcionario de un país antiguamente satélite de los soviéticos u otra nación del Tercer Mundo, obligado a hacer piruetas para llegar a fin de mes, será muy consciente de la mínima porción que le corresponde a su país de las riquezas mundiales; también será consciente de que vive en condiciones mucho más difíciles que sus iguales occidentales y de que su vida será mucho más corta. Pero no todo acaba ahí porque en un rincón de su mente existe la sospecha de que los culpables de su miseria son sus padres y sus abuelos. Es una vergüenza que el mundo occidental preste tan poca atención a la abrumadora sensación de humillación que sufre la mayor parte de la población mundial, una humillación que han tratado de superar sin perder la razón o sus formas de
vida y sin sucumbir al terrorismo,al ultranacionalismo o al integrismo religioso. Las novelas del realismo mágico expresan de manera muy sentimental su estupidez y su pobreza, mientras que los escritores viajeros en busca de lo exótico están ciegos ante su problemático mundo particular, en el que las indignidades se sufren día tras día con resignación y una dolorosa sonrisa, escribe Orhan Pamuk, Premio Nobel de Literatura 2006.



Y añade Orhan Pamuk que no basta con que Occidente descubra en qué tienda, qué cueva o qué remota ciudad se refugia un terrorista fabricando la próxima bomba ni será suficiente con que se le bombardee ante la mirada del mundo entero; el verdadero desafío consiste en comprender la vida espiritual de unos pueblos pobres, humillados y denigrados que han sido excluidos del club. Los gritos de guerra, los discursos nacionalistas y las aventuras militares sólo consiguen el efecto contrario. Las nuevas restricciones en visados que los países occidentales han impuesto a quienes viven fuera de la Unión Europea, las medidas policiales que limitan el movimiento a quienes proceden de países musulmanes y otros países pobres no occidentales, la difundida suspicacia hacia todo lo no occidental, las groseras arengas que asimilan terrorismo y fanatismo con civilización islámica, todo eso nos va alejando cada día de la razón, de la necesidad de pensar con la cabeza fría y de la paz. Si un viejo indigente en una isla de Estambul es capaz de admitir momentáneamente el ataque terrorista en Nueva York, o si un joven palestino extenuado por la ocupación israelí puede ver con admiración cómo los talibanes arrojan ácido a las caras de las mujeres, lo que les dirige no es el
islam, ni lo que esos imbéciles llaman la guerra entre Oriente y Occidente, ni la pobreza; es la impotencia nacida de una humillación constante, de la incapacidad de los demás de comprenderlos, de la necesidad de que se les escuche. Cuando encontraron resistencias, los adinerados modernizadores que establecieron la República de Turquía no hicieron el menor esfuerzo por comprender por qué los pobres no les apoyaban; en su lugar, impusieron su voluntad mediante amenazas legales, prohibiciones y represión militar. El resultado fue que la revolución se quedó a medias. Hoy, al oír a gente de todo el mundo llamando a la guerra contra Occidente me temo que pronto veremos a la mayor parte del planeta siguiendo el camino de Turquía, que ha soportado una ley marcial casi continua. Ese Occidente tan satisfecho de sí mismo como para autojustificarse, llevará al resto del mundo por el camino del Hombre Subterráneo de Dostoievski a proclamar que dos y dos son cinco. Nada alimenta más el apoyo al islamista que arroja ácido a la cara de las mujeres que el rechazo de Occidente a comprender la rabia de los condenados.

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