miércoles, 25 de octubre de 2023

El culto al valor histórico

El valor histórico

El que el Partenón se nos haya conservado como meras ruinas es algo que el historiador no puede sino lamentar, tanto si lo considera como monumento de una determinada etapa evolutiva de la arquitectura de templos griegos, o de la técnica escultórica, o de las ideas del culto y los oficios divinos, etc. La labor del historiador es rellenar de nuevo, con todos los medios auxiliares a su alcance, los vacíos que las influencias de la naturaleza han producido en la forma originaria en el transcurso del tiempo. Los síntomas de deterioro, que son lo fundamental para el valor de antigüedad, deben ser eliminados por todos los medios desde el punto de vista del valor histórico. Sólo que esto no debe realizarse en el monumento mismo, sino en una copia o por medio del pensamiento y la palabra. El valor histórico considera que el monumento original es por principio intocable, pero por una razón completamente distinta a la del valor de antigüedad. Para el valor histórico no se trata de conservar las huellas de la vejez, de los cambios operados por influencia de la naturaleza en el tiempo transcurrido desde su surgimiento, que por lo menos le son indiferentes cuando no desagradables, sino que más bien se trata de mantener un documento lo menos falsificado posible para que la investigación histórico-artística lo pueda completar en el futuro. El valor histórico no ignora que todo cálculo humano y toda restauración están expuestos al valor subjetivo, de aquí que el documento, como el único objeto definitivamente dado; haya de conservarse lo más intacto posible para que la posteridad pueda controlar nuestros intentos de rehabilitarlo y, en caso necesario, sustituirlos por, otros mejores y más fundamentados, escribe el historiador del arte Alois Riegl.

Valor histórico

El culto al valor histórico debe, pues, cuidar de que el estado en que nos han llegado hoy los monumentos se conserve en la mayor medida posible, y ha de conducir por necesidad a postular la intervención de la mano humana en el curso de la evolución natural para impedirla, deteniendo así el desarrollo normal de la actividad destructiva de las fuerzas naturales, siempre y cuando esté en poder humano.Si, por ejemplo, nos damos cuenta de que la lluvia arrastra partes de un fresco situado en el exterior de una iglesia y hasta ahora bien conservado, de tal modo que el fresco amenaza con desaparecer ante nuestros ojos en un brevísimo plazo de tiempo, ningún partidario del valor de antigüedad se opondrá hoy día a que se ponga un tejadillo protector sobre el fresco, aun cuando esto constituya, sin duda alguna, una intervención del hombre que impide el curso autónomo de las fuerzas naturales.



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