miércoles, 1 de marzo de 2017

Para las feministas la libertad equivale a la desaparición de las costumbres sociales.

Las normas sociales contribuían activamente a perpetuar un patrón de conducta machista. Pero en lugar de sustituir estas normas por otras mejores, destinadas a colocar a hombres y mujeres en igualdad de condiciones, muchas de las primeras feministas cayeron en el mito de la contracultura. Daban por hecho que la existencia de las normas en sí era un síntoma de la sumisión femenina. Para que hombres y mujeres fueran iguales creyeron necesario abolir las normas, no reformarlas. El amor libre debía sustituir al matrimonio. El amor era como una hermosa flor que debía tener libertad para abrirse de manera natural, sin los límites artificiales de la convención social.
La revolución sexual destruyó todas las normas sociales que habían regido las relaciones entre ambos sexos, pero sin sustituirlas por otras nuevas. Lo que dejó fue un vacío absoluto. La consecuencia no fue la liberación, sino el infierno. La ausencia de normas establecidas implicaba que nadie sabía qué esperar de nadie. El tema de ser novios sonaba fatal y nadie se lo planteaba. No se podía preguntar a una chica si quería salir contigo. Podías hablar con ella en una fiesta, llevarla a algún sitio, tomar de todo juntos y al final coronarlo con una sesión de sexo. Lo de “salir” vino después y siempre salpicado de comentarios irónicos como para quitarle importancia.  Muchas feministas habían
descubierto, que el amor libre desembocaba en una explotación sexual femenina. En un principio dieron por hecho que al ser los hombres los opresores, todas las normas que gobernaban las relaciones entre ambos sexos iban necesariamente en beneficio de los hombres. El hecho de que muchas de estas normas existieran precisamente para defender a las mujeres de los hombres fue algo en lo que nadie pareció reparar.

La vieja costumbre de casarse “de penalty” obligaba al hombre a hacerse responsable de los hijos que hubiera tenido. La progresiva desaparición de esta costumbre ha sido uno de los factores que han contribuido a generalizar la feminización de la pobreza en el mundo occidental. De hecho, si pidiéramos a un grupo de hombres que nos contaran su idea de una noche ideal con una mujer, probablemente elegirían algo muy parecido a esas veladas de “amor libre” que nacieron con la revolución sexual. 

Pero todas estas posibilidades se ignoraron en parte debido a la teoría contracultural, que considera a las mujeres como una minoría oprimida y las normas sociales como el mecanismo de opresión. Una vez más, la cosa estaba clara. La única solución válida sería abolir todas las normas. En conclusión, la libertad femenina equivaldrá a la desaparición de las costumbres sociales. Al final, esta fórmula resulta ser un desastre. No sólo defiende una situación inalcanzable como la ideal para conseguir la liberación, sino que crea una tendencia a calificar de apaño o traición la aceptación de reformas que podrían haber mejorado sustancialmente la realidad femenina.


La revolución sexual destruyó todas las normas sociales que habían regido las relaciones entre ambos sexos, pero sin sustituirlas por otras nuevas.

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