lunes, 27 de marzo de 2017

Los antibióticos dieron lugar a toda una revolución en el control de las enfermedades infecciosas.


Cuando Cristóbal Colón llegó al Nuevo Mundo en 1492, se estima que en todo el continente había 50 millones de habitantes. Sin embargo, a mediados del siglo XVII la población indígena era entre 6 y 8 millones de personas. Los asesinos fueron las enfermedades que llevaron consigo los conquistadores. Durante siglos, los nativos del Viejo Mundo habían convivido con los virus de la viruela y el sarampión, así como con los microorganismos causantes del tifus y de la fiebre amarilla. Habían desarrollado un cierto grado de resistencia, la selección natural había favorecido la persistencia ante estas infecciones. Por el contrario, los indígenas americanos carecían de estimulación antigénica previa. Su ambiente libre del virus de la viruela no habían fomentado la aparición de mutaciones aleatorias que les otorgaran resistencia. Por ello, cuando llegó el virus, no hubo nada que lo contuviera. El científico Jared Diamond ha narrado en Armas, gérmenes y acero: breve historia de la humanidad en los últimos trece mil años que las enfermedades que llevaron los españoles consigo tuvieron, en lo relativo a la rápida conquista del continente, al menos la misma importancia que su tecnología. 


Un proceso similar explica cómo las nuevas enfermedades infecciosas han saltado la barrera entre las especies animales y el ser humano. El VIH causa el sida, y se considera que, en su origen, infectaba a los chimpancés; durante las décadas de 1960 o 1970 pasó al ser humano, posiblemente cuando un cazador de animales salvajes recibió una mordedura. Aunque esta infección era inocua en los chimpancés, los humanos carecían de defensas genéticas. En poco tiempo, el virus desarrolló nuevas mutaciones que le permitieron propagarse de persona a persona, causando desde entonces el fallecimiento de al menos 2,5 millones de personas cada año. Eludiendo nuestras defensas Con el paso del tiempo, algunas personas desarrollarán resistencia al VIH,escribe el profesor Henderson, de la misma forma que algunos individuos han desarrollado mecanismos de defensa ante la viruela o la malaria. Sin embargo, el largo ciclo vital del ser humano hace que sean necesarios varios siglos para que estos rasgos se manifiesten en mutaciones y, después, se
propaguen a todo el acervo. Los microorganismos patógenos no tienen este problema. La increíble velocidad con la que se reproducen las bacterias y los virus les concede una ventaja enorme sobre sus huéspedes. Dicho de forma sencilla, pueden evolucionar con una rapidez mucho mayor de la que podemos hacerlo nosotros y, así, evitar las armas que utilizamos para combatirlos. 

Envases de antibióticos
La introducción de los antibióticos a mediados del siglo XX dio lugar a toda una revolución en el control de las enfermedades infecciosas. La penicilina y la estreptomicina permitieron tratar con éxito amenazas como la tuberculosis y la meningitis. Sin embargo, las bacterias se multiplican con tal rapidez que sus genomas apenas sí permanecen sin modificarse. Cada una de las miles de millones de divisiones celulares que experimenta a diario una colonia representa una oportunidad para que se produzca una mutación que otorgue un cierto grado de resistencia a los antibióticos. La resistencia también se puede propagar a través de otro mecanismo, dado que las bacterias donan genes de inmunidad a sus vecinas a través del intercambio de pequeños paquetes portátiles de ADN llamadas plásmidos, dice Henderson. De esta manera se originan los denominados supermicroorganismos. La mayor parte de las cepas de Staphylococcus aureus resistentes a meticilina (SARM) es resistente a todos los antibióticos de la familia de las penicilinas.

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