domingo, 12 de abril de 2020

Se limitó a decir: “Yo soy el Señor”. “Soy el que Es”, “Yo Soy”.

C. S. Lewis


*Lo que realmente temía era que si creía seriamente incluso en un “Dios” o un “Espíritu” como el que yo aceptaba, se desarrollaría toda una situación nueva. Igual que los huesos secos produjeron un estremecimiento y se juntaron unos a otros en aquel temible valle de Ezequiel, ahora un teorema filosófico, aceptado cerebralmente, empezó a agitarse, levantarse y quitarse el sudario, se puso en pie y se convirtió en una presencia viva. No se me volvería a permitir jugar con la filosofía.

Mi adversario renunció a esto. Se hundió en algo de mayor importancia. No lo discutiría. Se limitó a decir: “Yo soy el Señor”. “Soy el que Es”, “Yo Soy”. Es difícil que los que son religiosos por naturaleza entiendan el horror de una revelación como ésta. Los agnósticos afables hablarán animadamente de la “búsqueda de Dios por el hombre”. Para mí, tal y como me sentía entonces, podrían haber hablado igualmente de la búsqueda del gato por el ratón……Dios era la Razón misma. Pero, ¿también Él sería razonable en ese otro sentido más cómodo? No se me ofreció ni la más ligera seguridad en este punto. Se exigía el sometimiento total, el salto absoluto en el vacío. La realidad con la que no se puede pactar estaba sobre mí. La exigencia ni siquiera era “todo o nada”. Creo que ese estado ya había pasado, en el piso de arriba del autobús, cuando desabroché mi armadura y el hombre de nieve se empezó a derretir. Ahora la exigencia era, simplemente, “todo”.


Cada vez que mi mente se apartaba por un momento del trabajo, el acercamiento continuo, inexorable, de Aquél con quien, tan encarecidamente, no deseaba encontrarme. Aquél a quien temía profundamente cayó al final sobre mí. Hacia la festividad de la Trinidad de 1929 cedí, admití que Dios era Dios y, de rodillas, recé; quizá fuera, aquella noche, el converso más desalentado y remiso de toda Inglaterra. Entonces no vi lo que ahora es más fulgurante y claro, la humildad divina que acepta a un converso incluso en tales circunstancias. Al fin el hijo pródigo volvía a casa por su propio pie. Pero ¿quién puede adorar a ese amor que abrirá la puerta principal a un pródigo al que traen revolviéndose, luchando, resentido y mirando en todas direcciones buscando la oportunidad de escapar? Las palabras compelle intrare, obligadles a entrar, han sido tan manoseadas por hombres impíos que debemos temblar ante ellas; pero, bien entendidas, llenan la profundidad de la misericordia divina.

* C.S. Lewis

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