domingo, 26 de abril de 2020

Nada de lo ocurrido en Europa del Este habría sido posible sin la presencia de Juan Pablo II


La elección del cardenal Karol Wojtyla como Papa en 1978 estalla como un trueno en el mundo comunista. En junio de 1979 viaja a su tierra natal, donde su popularidad es considerable. No duda en defender las libertades de asociación y de expresión ante las autoridades polacas, a las que toma por sorpresa e incomoda particularmente. Durante la revuelta de los obreros de Gdańsk en 1980, Lech Walesa, fundador del movimiento Solidaridad, hace colgar retratos del nuevo papa en los tablones de los astilleros en huelga. Por lo tanto, impone el arbitraje de Juan Pablo II, que solamente puede mostrar un sólido apoyo a la causa polaca. Cuando el general Jaruzelski, acabado de nombrar dirigente del país, declara la ley marcial en diciembre de 1981, Juan Pablo II trata de calmar la agitación para evitar el baño de sangre. Vuelve de nuevo en 1983 y reafirma su apoyo a los opositores al régimen.

Durante los años ochenta, multiplica las acciones diplomáticas contra Moscú y fortalece los lazos con la administración Reagan mediante un fructífero intercambio de información. Consciente del trabajo de Juan Pablo II, Mijaíl Gorbachov, entonces líder de la URSS, declara en 1992 que “nada de lo ocurrido en Europa del Este en los últimos años habría sido posible sin la presencia de este Papa, sin el gran papel, incluso político, que desempeñó en el escenario internacional”. Esto demuestra la importancia de su trabajo. Valiéndose de una doble autoridad moral y política, defendió los derechos humanos ante la comunidad internacional pronunciando inspirados discursos ante las Naciones Unidas en 1979 y en 1995, ante la UNESCO en 1980, y ante el Parlamento Europeo en 1988.

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