domingo, 14 de mayo de 2017

Cuando las japonesas descubrieron que los hombres no eran ni indestructibles ni insustituibles.

Una geisha japonesa muestra su traje tradicional. 
Estalló la Segunda Guerra Mundial, y, al igual que en Inglaterra y Alemania, en Japón se lanzó el slogan: “Si el sitio de los hombres está en el frente, el de las mujeres está en las fábricas”. Por tanto se reclutaron las mansas esposas que jamás habían salido de casa sin la compañía del marido, se les enseñó a fabricar municiones y capotes militares, y hasta las geishas se vieron obligadas a dejar sus alcobas atiborradas de perfumes y afeites para servir de forma más práctica al país, cuenta Oriana Fallaci. Bajo las bombas de las fortalezas volantes, y finalmente en el apocalíptico terror de Hiroshima, estas mujeres hicieron la misma guerra que los hombres. Y cuando ellos volvieron a casa derrotados, humillados, rotos de cuerpo y de alma, por primera vez en milenios estas mujeres descubrieron que sus hombres no eran ni indestructibles ni insustituibles. Muchos no volvieron. En su lugar desembarcaron otros hombres, altísimos y rubios, que mascaban chicle y escupían altivos al rostro del vencido; pero que ante las mujeres se comportaban tímidamente, porque procedían de un país donde desde hacía más de un siglo eran ellas las verdaderas dueñas y señoras de sus destinos. Estos hombres altísimos y rubios eran los mismos a quienes los japoneses, pequeños y morenos, habían creído poder destruir como hormigas.
Mac Arthur
Nadie puede imaginarse lo que entonces sucedió en los turbados cerebros de las mujeres en quimono. Pero es indudable que el general Mac Arthur halló terreno abonado para humillar a los hombres de un país vencido. Ya los había humillado antes con la derrota. Ahora los abatía con una revolución social que imponía desconocidas ventajas a las mujeres, y con la altiva demostración de cuán ridículo era seguir creyendo en ciertos tabúes.
El general McArthur y el emperador Hirohito
Mac Arthur obligó al emperador Hirohito a pronunciar un discurso en el que admitía que el concepto de su divinidad era una equivocación. Es muy cierto que el procónsul de la democracia cometía la incalificable grosería de recibir al hombre pequeño y gris en su habitación del Dai Ichi Hotel; pero entretanto proclamaba una nueva constitución cuyo artículo 24 establecía que el matrimonio debía tener el mismo significado para hombres y mujeres, que las mujeres podían divorciarse lo mismo que los hombres, y que una muchacha era dueña de sus propios destinos sin esperar a los treinta años. En ese mismo año de 1946 fueron elegidas veintiséis mujeres al Parlamento japonés, y trescientas sesenta en las asambleas locales. Los vestidos europeos
invadieron los comercios de la Ginza. Eran vestidos feos comparados con los quimonos, dejaban al descubierto las pantorrillas macizas, las piernas ligeramente torcidas por la costumbre de arrodillarse en el suelo, las caderas excesivamente anchas. Pero se trataba del vestido que simbolizaba una libertad larga y silenciosamente anhelada. Vestidas con estos trajes europeos comenzaron ellas a entrar en los bares, en los cines; a emplearse en las comandancias aliadas, a hablar en inglés, a bailar los estúpidos bailes modernos; pero sin renunciar a su vocecita, que parece una cantilena susurrada por un niño, a su gracia cumplimentera, al respeto milenario por quien tuvo el inmenso privilegio de nacer varón.

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