Escribe Richard Pipes en su libro Propiedad y libertad que medidas tales como salarios mínimos, control de alquileres y transporte escolar obligatorio, o bien no solucionan los problemas para los que se pusieron en vigor o bien los agravan. Pero existen indicios más preocupantes que hacen pensar que todo el despliegue de medidas sobre el bienestar social, concebidas para abolir la pobreza y la desigualdad, ha sido contraproducente. Desde que comenzó la guerra contra la pobreza en 1965, los gobiernos federales, estatales y locales han gastado más de 5,4 billones de dólares en la lucha contra la pobreza en este país. ¿Cuánto es 5,4 billones de dólares? Es un 70% más de lo que costó la Segunda Guerra Mundial. Por 5,4 billones de dólares usted podría comprar los bienes de las 500 sociedades anónimas de Fortune y todas las tierras cultivables de los Estados Unidos. Sin embargo el índice de pobreza es de hecho más alto hoy en día de lo que era en 1965. (Michael Tanner, The End of Welfare).
El gobierno trabaja de buena voluntad por su felicidad, pero decide ser el árbitro exclusivo de esa felicidad; les garantiza su seguridad, prevé y compensa sus necesidades, facilita sus placeres, gestiona sus principales preocupaciones, dirige su actividad, regula la dejación de propiedades y subdivide sus herencias. ¿Qué queda sino librarlos de todo el trabajo de pensar y de todas las dificultades de la vida? El “principio de la igualdad ha preparado a los hombres para todas estas cosas” y a menudo para que las consideren como beneficios. Después de tener a cada miembro en su puño de hierro, y moldearlo a su voluntad, el poder supremo extiende sus brazos sobre toda la comunidad. Cubre la superficie de la sociedad con una red de regulaciones pequeñas y complicadas, diminutas y uniformes, que ni las mentes más originales ni los individuos más enérgicos pueden desentrañar, para alzarse sobre los demás. La voluntad del hombre no se quiebra, sino que se reblandece, se somete y guía; apenas se obliga a los hombres a actuar por su voluntad, pero constantemente se les restringe su actuación: un poder semejante no destruye, sino que impide la existencia; no tiraniza, pero comprime, exaspera, extingue y atonta al pueblo, hasta que cada nación queda reducida a tan sólo un rebaño de tímidos e industriosos animales, cuyo pastor es el gobierno. ¿Esto es lo que queremos?, pregunta Richard Pipes.
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