Hermann Göring, el número 2 de Hitler en el régimen nazi, sabía que, aunque es el pueblo el que combate, son los líderes los que ganan las guerras. Por supuesto, la gente corriente no quiere la guerra. Pero, al fin y al cabo, son los dirigentes del país los que deciden la política, y es siempre un asunto sencillo arrastrar a la gente, ya se trate de una democracia, de una dictadura fascista, de un Parlamento o de una dictadura comunista. Lo único que hay que hacer es decirles que les están atacando y denunciar a los pacifistas por falta de patriotismo y por poner al país en peligro. Funciona igual en todos los países. Göring tenía razón. Líderes de todos los pelajes pueden desplegar tropas y, en las democracias, la gente es propensa a unirse en torno a la bandera. Pero los demócratas no ponen imprudentemente en peligro a los soldados. Y cuando lo hacen, hacen mucho más para protegerlos.El ejército norteamericano actúa con arreglo al principio de no dejar atrás a ningún soldado.
Clausewitz tenía razón. La guerra, al parecer, no es en efecto más que la política nacional de siempre. A pesar de toda la palabrería filosófica sobre la guerra justa, y de tanto hacer estrategias sobre equilibrios de poder e intereses nacionales, al final la guerra, como todo en política, tiene que ver con la conservación del poder y con el control del máximo posible de recursos. Es precisamente esta naturaleza previsible y normal de la guerra lo que hace que sea susceptible de ser entendida y remediada.
Referencia:El manual del dictador de Bruce Bueno de Mesquita y Alastair Smith.
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