Jacques Maritain, filósofo francés, escribió que “Rousseau es un temperamento religioso.Tuvo siempre grandes necesidades religiosas, y hay que decir que existían en él, por modo natural, disposiciones religiosas mucho más ricas que en la mayoría de sus contemporáneos (pero ¿qué valen las más hermosas disposiciones religiosas sin vida sobrenatural?). Por eso, su potente virtualidad religiosa ha actuado en el mundo; por muy ocupado que él esté con su exclusivo yo, por muy lunático y perezoso que sea para haber deseado nunca asumir tal función, Rousseau es, esencialmente en realidad, un reformador religioso.He aquí por qué sólo podía adquirir todo su impulso pasando por la Iglesia, para mejor hurtar las palabras de vida. Manipula, corrompiéndolos, el Evangelio y el cristianismo.Percibió grandes verdades cristianas olvidadas por su siglo, y su fuerza fue recordarlas; pero las desnaturalizó. Su signo es ser depravadores de las verdades consagradas. Y es que ellos, venturosos ladrones también, según el glorioso dicho de Lutero, saben desvincularlas de sus votos. Cuando Rousseau reacciona contra la filosofía de las luces; cuando proclama contra el ateísmo y el cinismo de los filósofos la existencia de Dios, del alma, de la Providencia; cuando contra el nihilismo crítico de su vana razón invoca el valor de la Naturaleza y de sus inclinaciones primordiales; cuando hace la apología de la virtud, del candor, del orden familiar, de la abnegación cívica; cuando afirma la dignidad esencial de la conciencia y de la persona humana (afirmación que, sobre el espíritu de Kant, debía tener tan duradera resonancia), todas estas son verdades cristianas enarboladas por Rousseau ante sus contemporáneos. Pero verdades cristianas vacías de substancia, de las que solo existe la brillante superficie, y que caerán destrozadas al primer golpe porque no obtienen ya su ser en la objetividad de la razón y de la fe, ni subsisten sino como expansiones de la subjetividad del apetito. Verdades innatas, desbarrantes, que declaran a la Naturaleza buena bajo todos los aspectos y absolutamente, a la razón incapaz de obtener la verdad y capaz tan solo de corromper al hombre, a la conciencia infalible, y a la persona humana, tan digna y hasta tal punto divina, que no puede lícitamente obedecer sino a sí misma.
Sobre todo, y he aquí el punto capital, Juan Jacobo ha desnaturalizado el Evangelio, desgajándolo del orden sobrenatural, trasponiendo ciertos aspectos fundamentales del cristianismo al plano de la simple Naturaleza. Una cosa absolutamente esencial al cristianismo es la sobrenaturalidad de la gracia. Cercenada esa sobrenaturalidad, el cristianismo se corrompe. He aquí lo que se da en los orígenes del desorden moderno, una naturización del cristianismo. Es claro que el Evangelio, una vez convertido en cosa puramente natural (y por tanto, absolutamente corrompido), se convierte en fermento de revolución extraordinariamente virulento. Pues la gracia es un orden nuevo añadido al orden natural, que lo perfecciona sin destruirlo por ser ella sobrenatural; si se rechaza este orden de la gracia en tanto que sobrenatural, y se conserva su fantasma imponiéndolo a la realidad, se trastorna el orden natural por un pretendido orden nuevo que aspira a suplantarlo.”
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