domingo, 3 de febrero de 2019

Cuando un hombre de Estado renuncia a su conciencia en nombre de sus deberes público, conduce a su país hacia el caos.

Robert Barron.
Una religión privatizada, que jamás se encarna en un gesto, en una actitud, en un compromiso moral, se desvanece rápidamente. Convicciones que fueron poderosas, pero que nunca se traducen en nada concreto, se convierten, casi de un día para otro, en veleidades piadosas, y terminan por desaparecer por completo, escribe Robert Barron, obispo auxiliar de Los Ángeles.
 
Estatua de Tomás Moro  frente a la Antigua iglesia de Chelsea, Cheyne Walk, Londres.
En la obra de teatro de Robert Bolt sobre Santo Tomás Moro, “Un hombre para la eternidad”, hay una conversación entre el cardenal Wolsey, un político endurecido y básicamente amoral, y Tomás Moro. Wolsey se lamenta: “Eres un constante pesar para mí, Tomás. Solo con que contemplases los hechos de forma más sencilla, sin esa horrible bizquera moral, solo con un poco de sentido común, podrías haber sido un hombre de Estado”. A lo que responde Tomás Moro: “Bueno… creo que cuando un hombre de Estado renuncia a su conciencia privada en nombre de sus deberes públicos… conduce a su país por un atajo hacia el caos”.

Abandonar las convicciones de la conciencia en el ejercicio de los deberes públicos es precisamente equivalente a
Andrew Cuomo
“personalmente me opongo pero no estoy dispuesto a llevar a cabo ninguna acción concreta para poner en práctica mi oposición” ( cita del gobernador de Nueva York Mario Cuomo en 1984). Y este abandono, evidente en la alocución de Mario Cuomo en 1984, manifiesta Robert Barron, nos ha conducido efectivamente por un atajo hacia el caos, patente en la gozosa celebración de Andrew Cuomo (actual gobernador de Nueva York) de una ley que permite el asesinato de niños.

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