lunes, 31 de diciembre de 2018

La distancia que separa a un escritor de sus escritos.

Tom Perkins.
El multimillonario estadounidense Tom Perkins, ferviente admirador de Patrick O’Brian, tuvo la idea de mandar una invitación al escritor, en la que le ofrecía, durante quince días por el Mediterráneo, la libre disposición de su espléndido velero, con su capitán y su tripulación. El crucero se hizo, y fue un éxito completo, el exuberante magnate californiano y el escritor iniciaron una amistad que había de durar hasta la muerte. Perkins descubrió con asombro que Patrick O’Brian, maestro de la aventura marítima y poseedor de un tesoro de saber náutico, no tenía absolutamente ninguna experiencia del mar, ni de la vela o de los barcos. 

Patrick O'Brian.
Ahora, después de la muerte del escritor, sus biógrafos no sólo nos han confirmado que no había navegado jamás, sino que han descubierto también que no se llamaba Patrick O’Brian, que se había apropiado de una identidad irlandesa totalmente ficticia, y que al inventarse a sus héroes se inventaba de hecho su propio personaje, para tratar de borrar un pasado cuyo recuerdo le seguía atormentando, dado que se asfixiaba en Londres a causa de un matrimonio desgraciado, se moría de miseria y soñaba con escribir, emprendió la huida a los treinta y cinco años. De repente abandonó a su mujer y a su hijo pequeño, rompió con toda la parentela, los amigos y conocidos. En la soledad de un exilio definitivo, prosiguió las prodigiosas lecturas históricas que iban a permitirle construir su imaginario mundo marino. El pasmo de Perkins ante la ignorancia náutica de su invitado delató la ingenuidad de un industrial cuyas lecturas
se limitan a las cotizaciones de la Bolsa y a los tratados de electrónica. Ningún experto en literatura se asombrará jamás de la distancia que separa a un escritor de sus escritos; por otra parte, no son las hazañas de la vida activa las que producen las grandes obras, sino más bien el fracaso, las penas oscuras, el hastío, la árida insignificancia de los días. Y el genio del novelista reside, como decía Orwell a propósito de D. H. Lawrence, en “la extraordinaria capacidad de conocer por medio de la imaginación lo que no puede ser conocido por medio de la observación”. No obstante, ese saber imaginario del escritor es sobre todo eficaz en la página impresa; al timón de un barco, por el contrario, es de una escasa utilidad.

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