miércoles, 12 de junio de 2019

El encarcelamiento está reconocido como algo peor que inútil en la lucha contra el delito

Anthony Storr
Hoy día, el encarcelamiento está reconocido como algo peor que inútil en la lucha contra el delito. Sus efectos disuasorios son dudosos, y su efecto reformador, insignificante. Al reunir a los delincuentes, los presos fortalecen su subcultura criminal. Las largas condenas que separan a los criminales de sus familias desembocan en la ruptura de los vínculos familiares. Dado que la cercanía de la familia y el apoyo social tras la excarcelación es uno de los pocos factores conocidos que reducen la probabilidad de reincidencia en posteriores delitos, en realidad el encarcelamiento prolongado incrementa la probabilidad de que se cometan nuevos delitos. La oferta de un empleo adecuado tras la excarcelación es otro factor que ha demostrado reducir las oportunidades de reincidencia. Pero la mayoría de las sociedades están tan poco dispuestas a gastar dinero en las cárceles que los programas de reinserción de presos o de formación en nuevas destrezas profesionales son bastante inadecuados, escribe el psiquiatra ingles Anthony Storr.



Inicialmente, dice Storr, se creía que el aislamiento favorecía el arrepentimiento y la posterior reforma porque obligaba al recluso a enfrentarse a su conciencia. Las celdas individuales en las que se cumplía condena fueron diseñadas siguiendo el modelo de las de los monasterios. Pero las autoridades penitenciarias acabaron por darse cuenta de que el aislamiento infringía un nerviosismo considerable a los prisioneros y les conducía a la inestabilidad mental y a la rebeldía. Aunque la compañía de otros criminales llevaba consigo la probabilidad de reforzar la opción del delito como modo de vida, finalmente se consideró este inconveniente como el menor de los dos males. Los largos periodos de aislamiento acabaron por reconocerse como crueles a la par que ineficaces.

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