sábado, 20 de enero de 2024

Expediente Picasso

Miguel Primo de Rivera con Alfonso XIII

El disparador del golpe de Estado que colocó en el poder a Primo de Rivera no fue otro que las posibles repercusiones del llamado Expediente Picasso, nombre que recibió la investigación abierta con el fin de depurar las responsabilidades por una nueva derrota militar, acaecida en esta ocasión en el Marruecos español. En 1906, la Conferencia de Algeciras había concedido a españoles y franceses un protectorado conjunto sobre el país africano en el que España recibió la zona septentrional del sultanato. Pero la explotación de sus recursos mineros, a la que aspiraban algunas importantes empresas nacionales, exigía la ocupación efectiva del territorio, objetivo nada fácil a tenor de la belicosidad que demostraban las kábilas o tribus locales. El avance de las tropas, mal entrenadas y peor dotadas, fue lento y costoso. Así las cosas, en julio de 1921, los soldados españolas sufrieron una humillante derrota en Annual ante las tribus rebeldes. Cerca de trece mil hombres, con su general al frente, perdieron la vida. Una catástrofe semejante exigía responsables, y la prensa los exigió casi de forma unánime. El contenido del expediente, que revelaba no solo la imprevisión e incompetencia de buena parte de las autoridades civiles y militares implicadas, sino que llegaba a salpicar también al propio rey, habría explicado así un golpe que el mismo Alfonso XIII sin duda conocía de antemano y que no tardó en legitimar llamando a Primo de Rivera, su figura principal, a formar Gobierno. Pero debajo de estos hechos subyace la verdadera cuestión. El golpe venía a significar el fracaso de la vía reformista a la democracia, la confesión de impotencia del régimen para renovarse, para cambiar en la dirección que le marcaba el signo de los tiempos.
Monte Arruit, después del Desastre
En aquellos años España cambió su faz con una rapidez desconocida. Las Confederaciones Hidrográficas iniciaron la racionalización y la explotación de los recursos hídricos del país, tantas veces sugerida por los regeneracionistas como panacea de los males del campo. Los ferrocarriles, las carreteras, las líneas telefónicas y las emisoras de radio se multiplicaron, acortando las distancias físicas y espirituales entre los españoles. La industria recibió un impulso enorme, alimentada por la creación de monopolios y bancos públicos, el aumento impresionante de las inversiones del Estado y la intensificación del proteccionismo arancelario, mientras el PIB crecía a un ritmo desconocido hasta entonces. Las relaciones sociales parecieron disfrutar un período de relativa calma, gracias a la bonanza económica y la introducción de pensiones de maternidad, subsidios para las familias numerosas e instituciones de arbitraje y mediación entre empresarios y trabajadores que funcionaban bajo la tutela del Estado y que contaron incluso con la participación del PSOE y su sindicato, la Unión General de Trabajadores (UGT). El nacionalismo catalán, agraviado por la suspensión de la ya escasa autonomía de la región y la prohibición de todos los símbolos de su identidad, se embarcó en una deriva radical que sobrepasó a la moderada y monárquica Lliga en beneficio de opciones extremistas como Estat Catalá, embrión de la futura Esquerra Republicana de Catalunya.
 
Referencia: El camino hacia la modernidad de Luis E. Íñigo.


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