lunes, 24 de octubre de 2022

Revolución

El nacimiento de Estados Unidos, en 1783, fue la fundación más temprana de un estado de nuevo tipo. Los disturbios revolucionarios que llevaron a este resultado se habían iniciado ya a mediados de la década de 1760. Y con ellos, en lo esencial, también se inicia “la era de la revolución”. Pero ¿una era de revolución o de revoluciones? Las dos denominaciones tienen su razón de ser. Desde el punto de vista de la filosofía de la historia, se prefiere el singular; desde una perspectiva estructural, el plural. Los que iniciaron y vivieron las revoluciones en Norteamérica y Francia veían sobre todo la singularidad de lo nuevo. Para ellos, lo que ocurrió en 1776 en Filadelfia y en 1789 en París carecía de precedentes en toda la historia de la humanidad. Cuando las trece colonias proclamaron su independencia de la corona británica y en Francia se formó una asamblea nacional que dotó al país de una constitución, la historia pareció pasar a un nuevo estado de agregación. Los revolucionarios estadounidenses y franceses hicieron saltar por los aires el horizonte del tiempo, abrieron una vía de progreso lineal, fundaron la primera convivencia social basada en el principio formal de la igualdad e hicieron que los responsables políticos rindieran cuentas (de forma regulada y privados de la tradición y el carisma) frente a una comunidad de ciudadanos, escribe el historiador alemán Jürgen Osterhammel

Thomas Paine

Según ha escrito Hannah Arendt, “nada caracteriza tanto la modernidad de la revolución, probablemente, como el hecho de exigir desde dentro la defensa de la causa de la humanidad”. La autora cita a alguien que vivió e influyó en las dos revoluciones. En 1776, el inglés Thomas Paine ya había establecido ese nuevo tono y relacionado un tema predilecto de la Ilustración europea, el progreso de la “raza humana”, con las protestas locales de un grupo de súbditos británicos: “La causa de América es, en gran medida, la causa de toda la humanidad”. Si leemos literalmente los programas de las revoluciones francesa y estadounidense, desde entonces toda revolución que se considere como tal incluye el “pathos de un nuevo principio” (Arendt) y la pretensión de representar más que los intereses egoístas de quienes protestan. Desde esta perspectiva, una revolución es un acontecimiento local que pretende un efecto universal. Y todas las revoluciones posteriores han sido, en cierto sentido, imitativas, porque se alimentan del potencial de las ideas que se originaron en las revoluciones de 1776 y 1789. Este concepto filosófico de revolución es ciertamente muy limitado, y lo será aún más cuando se exija que las revoluciones deben ampararse siempre en la bandera de la libertad y defender el progreso. Además generaliza una pretensión de universalidad que fue un invento de Occidente, sin paralelos en otras culturas.


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