lunes, 17 de octubre de 2022

Azaña

Maura y Azaña

Miguel Maura, escribiría: “El Azaña que yo conocí en 1930 carecía del más elemental trato de gentes. Cuando quería ser amable, era adusto. Cuando alguien le era indiferente, resultaba el prototipo de la grosería”. Demostraba “desdén por todo y por todos, nacido de la convicción que le poseía de ser un genio incomprendido y menospreciado…”, siendo a menudo “despectivo, soberbio, incisivo sin piedad y sin gracia, reservado para cuantos fuesen sus habituales contertulios, despiadado en los juicios sobre las personas y los actos ajenos; en una palabra, insoportable”. “También su falta de experiencia política práctica supuso una limitación, cuenta el historiador Stanley Payne, aunque no desarrolló un mayor tacto o prudencia conforme transcurrieron los años de la República, llegando a ser incluso más extremado. Su fortaleza residía en sus ideas firmes y claras que cristalizaron los objetivos de la izquierda moderada en una disposición a gobernar sin un mínimo de compromiso serio o sin cualquier atisbo de corrupción y en su irresistible habilidad para la oratoria. Su lengua y su intelecto le hicieron a la vez respetado y temido, aunque su retórica fuese en ocasiones contraproducente”. Maura observó que “sus famosas frases incisivas e hirientes contribuyeron, no poco, al terrible odio que las derechas llegaron a dedicarle. Las lanzaba con auténtico regodeo y, sabiendo su alcance, como un verdadero masoquista, perseguidor de la enemistad y del odio hacia su persona. Una vez le pregunté la razón de esta manía de herir por herir, que hacía que no perdiese ocasión de desprestigiar al adversario contestó: “Lo hago porque me divierte”. Estoy seguro de que era cierto. Positivamente gozaba pensando en lo que contra él desencadenaba. Reconozcamos que no era un carácter corriente y vulgar”. Y como muchos de los intelectuales en el mundo de la política, también se caracterizó por una profunda ambivalencia.


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