domingo, 30 de octubre de 2022

En el momento en que todos los hombres pierdan su valor y su frescura habrá llegado el fin del mundo

Durante los años oscuros de los siglos V, VI y VII de nuestra era, las catástrofes que cayeron sobre el Imperio romano no alteraron a los romanos lo más mínimo. Siguieron siendo como eran, como lo seguimos siendo nosotros, pasándoselo bien cuando les era posible, y sin mayor preocupación. Mientras, hunos, godos, vándalos, visigodos y todos los demás los borraron de la faz de la Tierra. ¿Y qué pasó al final? Pues que la ola barbárica ganó altura y cubrió Europa de punta a punta. Pero estaba Noé en su arca con todos los animales. Estaba el recién nacido cristianismo. Estaban los monasterios solitarios y sus fortificaciones, las pequeñas arcas a flote que evitaron que la aventura se fuera a pique. No hay rupturas en la gran aventura de la conciencia. En medio del más desatado diluvio, un puñado de valientes lleva el arca a buen puerto bajo el arcoiris. Los monjes y obispos de la Iglesia primitiva llevaron el alma y el espíritu del ser humano intacto, invicto, en toda su plenitud, surcando las desatadas aguas de los años oscuros. Entonces este espíritu de coraje indeleble pasó a formar parte de los mismos bárbaros, en la Galia, en Italia, y nació la nueva Europa. No dejaron en ningún momento que el germen pereciera. En el momento en que todos los hombres que hay en el mundo pierdan su valor y su frescura habrá llegado el fin del mundo. Ya lo dijeron los viejos judíos; a no ser que en el mundo quede al menos un judío rezando con convicción, se perderá la raza.

Se defendieron en los pequeños monasterios fortificados contra los aullidos de los invasores, demasiado pobres para despertar en ellos la codicia. Cuando los lobos y los osos vagaban a su antojo por las calles de Lyon, y un jabalí gruñía y hozaba entre las losas del templo de Augusto, los obispos cristianos no dejaron de recorrer sin pausa ni desaliento las calles abandonadas, como heraldos famélicos, en busca de su congregación. Esa fue su gran aventura, y no se amilanaron. Conozco la grandeza del cristianismo, es una grandeza de otro tiempo. Lo sé, pero de no haber sido por aquellos cristianos primitivos, nunca habríamos salido del caos y la destrucción sin remedio de los años oscuros, escribe D. H. Lawrence.

No hay comentarios:

Publicar un comentario