Desde 1920 hasta 1929 Estados Unidos disfrutó de un período de expansión continuado. La economía creció a un ritmo espectacular gracias a una profunda transformación técnica. Son los años del taylorismo, del fordismo, de las líneas de montaje en cadena que redujeron extraordinariamente los costes de fabricación de todo tipo de productos modernos. Se popularizaron los primeros electrodomésticos (aspiradoras, secadores de cabello, neveras). El teléfono y el automóvil irrumpen en la vida cotidiana. Los productos eléctricos y, por supuesto, los coches eran demasiado caros para la mayoría de la gente, para que las clases medias pudieran adquirirlos, nacieron las primeras ventas a plazo. Los consumidores se endeudaron para consumir sin descanso. Fue también la época de la radiodifusión, de la construcción de los imponentes rascacielos de Nueva York, de la siderurgia, del cristal… El paro descendió a tasas bajísimas. Había bienestar y optimismo, y el jazz alegraba las salas de baile y conciertos. Son los felices veinte. En 1927, la Reserva Federal inició una política monetaria fuertemente expansiva, liberando una cantidad descomunal de fondos que fue a parar a bancos y particulares. Esa masa de dinero es la que en último lugar se utilizaría para financiar la compra de acciones ordinarias en Wall Street. Puede argumentarse que hasta 1928 las acciones de las empresas norteamericanas aumentaban de acuerdo con sus beneficios operativos. Los negocios iban bien y eso se reflejaba en las cotizaciones. Pero a partir de 1928 la bolsa empezó a subir a base de bruscos tirones hasta alcanzar niveles que ya nada tenían que ver con la rentabilidad de las empresas. Es cierto que a veces se producían correcciones en sentido contrario, pero duraban poco y la tendencia se invertía con cierta rapidez para superar ampliamente los niveles anteriores. Poco a poco, las subidas iban justificándose sólo por una expectativa de subida posterior, escribe el economista Fernando Trías de Bes.
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