D. H. Lawrence escribe en su libro El amor es la felicidad del mundo:
Saben que nuestra civilización va a reventar, tarde o temprano. Y dicen: “¡Sea! Pero primero, déjenme vivir mi vida”. Y eso está muy bien, pero es una actitud cobarde. Dicen sin ningún empacho: “Ya, bueno, pero es que a toda civilización le llega su hora. ¡Fijaos en Roma!”. En efecto, fijaos en Roma. ¿Qué veis? Un montón de romanos supuestamente “civilizados” que proclamaba a los cuatro vientos sus ideas de vive y deja vivir. Y una legión de bárbaros, hunos, etcétera, que venían a aniquilarlos, y a morir en el empeño. Los años oscuros, ¿qué pasó con ellos? ¿Qué pasó con los años oscuros, cuando los campos en Italia se asilvestraron tanto que parecían las grandes extensiones salvajes del nuevo mundo aún no descubierto, y las bestias llegaron a entrar en la gran ciudad de Lyon? ¡Muy bonito! Pero ¿qué otra cosa podía pasar? Mirémoslo por el lado de lo inevitable. Roma no cabía en el tiesto, el tiesto reventó en mil pedazos, y el árbol romano de la vida, tan desarrollado, rodó por el suelo y murió. Pero no sin que antes germinara una nueva semilla. Allí, entre las grietas del suelo, tan pequeño y humilde que casi no se le veía, estaba el arbolito de la Cristiandad. Las fieras aullaban en el monte, cundían las matanzas y debacles, y entre todo ello, en monasterios diminutos, tan remotos y pobres que no merecía la pena saquearlos, los monjes avivaban la llama eterna de la conciencia, y el imperecedero empeño humano por que no sucumba. Un puñado de obispos andrajosos se aventuraba entre el caos para que no decayera el valor de estos hombres entregados al pensamiento y la oración. Una reducida minoría de hombres desperdigados que habían hallado un nuevo camino hacia Dios, a la fuente de la vida, felices de haber dado de nuevo con el Gran Dios, felices de saber el camino y de ser los guardianes de la llama del conocimiento. He aquí la historia, reducida a la esencia, de los años oscuros, con la caída de Roma. Hablamos como si la llama del valor y del discernimiento humanos hubiera desaparecido de la faz de la Tierra en aquel tiempo; como si hubiera brotado de milagro nuevamente, salida de la nada, siglos más tarde.