viernes, 22 de julio de 2022

Churchill consideraba el Sermón de la Montaña como una buena guía para la vida


La principal contribución de Churchill a la dirección del esfuerzo bélico británico fue aumentar la presión de las calderas de la burocracia gubernamental y militar, a la vez que mantenía la moral de la población en unas circunstancias extraordinariamente tensas. Tenía una rara habilidad para captar una compleja sesión de instrucciones mientras repasaba la prensa matinal recostado en la cama, distraído de vez en cuando por Nelson, el gato. A pesar de que se le conocía mejor por sus cigarros puros y el whisky, otros compañeros incluían un aparato que llamaba Klop para hacer agujeros a los papeles, y los alijos de etiquetas rojas rotuladas “Acción este día”, que pegaba sobre las informaciones más urgentes. No era inusitado que dictase cartas a las secretarias a las 4.30 de la madrugada. Nada escapaba a sus ojos redondos y brillantes. Quizá fuese la habilidad de Churchill para hacer preguntas perspicaces y poner en orden los datos relevantes lo que inyectó vigor a la aletargada negatividad de la burocracia británica. Acabó con las interminables pausas para tomar té y charlar, junto con la mentalidad de horario de oficina, pues Churchill esperaba que todo el mundo se ajustara a su extenuante horario personal, lo que solía traducirse en que se acostase en algún momento entre la una y las tres de la madrugada. No había vacaciones y los generales se acostumbraron a ver más veces en la bañera a Churchill que a sus propios hijos.


Era mucho estrés para un hombre de sesenta y muchos años. Sufrió dos ataques al corazón y una pulmonía que casi le mata. Bebía de forma regular pero no excesiva, y aunque en los últimos años el alcohol le pasó factura, le mantenía en marcha a un ritmo que desgastaba a muchos hombres más jóvenes y más sobrios. Son muchos los que señalaron que, sobre su rostro mofletudo, corrían lágrimas cuando visitaba a los supervivientes de incursiones aéreas o a soldados a punto de entrar en combate. Como cualquier otro ser humano, era propenso a oscuras maquinaciones de venganza, ya se tratara de “empapar” a los alemanes invasores de gas mostaza en las playas británicas o de fusilar a los nazis de mayor rango tras su captura y un juicio militar sumarísimo. Y sin embargo, mantenía cierto sentido de lo humano y de las proporciones. Le gustaban los sermones vehementes y los himnos marciales, y consideraba el Sermón de la Montaña como una buena guía para la vida. La actitud de Churchill ante las reglas de la guerra se basaba más en el sentido común y en una aguda apreciación del bien y del mal, que en la seca objetividad de un abogado o en la cómoda reflexión de un filósofo.


Fuente:Combate moral escrito por el historiador británico Michael Burleigh



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