El ideal de la ciudadanía que permea nuestras democracias se funda en una lectura angelical de los derechos, asunto incontrovertible donde los haya que la cultura política que profesamos ha convertido en un artículo de fe. De los derechos, emanaría una dulzona y agradable sentimentalidad humanitaria, una pátina de legitimidad mediante la que combatir las oscuridades del mundo en que vivimos. Y ello con tal fricción que la máquina de producir derechos lleva a algunos activistas a imaginarse su jornada de cada día como una invitación de la providencia a viajar lo más lejos posible en la alfombra voladora de una ciudadanía fantástica, proteica, bienhechora.
Los derechos nos hacen ciudadanos en la medida en que somos capaces de compasión y piedad, de despertarla en los otros y de sentirla por ellos. Aquí, como en tantas cosas, Rousseau es una referencia inexcusable de cara a entender el actual emotivismo democrático.
Los derechos constituyen factores activos de igualdad y tolerancia en la exacta medida en que nos empoderan. La fabrica de plenitud y transparencia que es la cultura ha creado un modelo de ciudadanía basado en la igualdad y la diversidad, una imagen teórica del hombre vinculada con el empoderamiento y una moral perfeccionada en forma de tolerancia con cualquier manifestación de singularidad, escribe Luis Gonzalo Díez, profesor de Humanidades en la Universidad Francisco de Vitoria.
Los derechos nos hacen ciudadanos en la medida en que somos capaces de compasión y piedad, de despertarla en los otros y de sentirla por ellos. Aquí, como en tantas cosas, Rousseau es una referencia inexcusable de cara a entender el actual emotivismo democrático.
Los derechos constituyen factores activos de igualdad y tolerancia en la exacta medida en que nos empoderan. La fabrica de plenitud y transparencia que es la cultura ha creado un modelo de ciudadanía basado en la igualdad y la diversidad, una imagen teórica del hombre vinculada con el empoderamiento y una moral perfeccionada en forma de tolerancia con cualquier manifestación de singularidad, escribe Luis Gonzalo Díez, profesor de Humanidades en la Universidad Francisco de Vitoria.
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