Nadie puede negar hoy que existe una gran brecha que separa a los muy ricos, ese grupo al que a veces se denomina el 1 por ciento, de los demás. Sus vidas son diferentes, tienen distintas preocupaciones, distintas angustias, distintos estilos de vida. A los ciudadanos corrientes les preocupa cómo van a pagar la universidad de sus hijos, qué pasará si algún miembro de la familia cae gravemente enfermo, cómo saldrán adelante cuando se jubilen. En los peores momentos de la Gran Recesión, hubo decenas de millones de personas que no sabían si iban a poder conservar su casa. Varios millones no pudieron. Los que pertenecen al 1 por ciento, y, mucho más, los que pertenecen al 0,1 por ciento superior de ese 1 por ciento, hablan de otras cosas como qué tipo de avión se van a comprar, cuál es la mejor manera de proteger su dinero de los impuestos. En las playas de Southampton, Long Island, se quejan del ruido que hacen sus vecinos cuando llegan en helicóptero desde Nueva York. También les preocupa qué pasaría si se cayeran de su pedestal, porque la caída sería muy grande y, en ocasiones, se produce.
Las desigualdades se han convertido en una preocupación verdaderamente acuciante incluso para el 1 por ciento; cada vez son más los que comprenden que no puede haber un crecimiento económico sostenido, necesario para su prosperidad, si los ingresos de la inmensa mayoría de los ciudadanos están estancados.
Las desigualdades se han convertido en una preocupación verdaderamente acuciante incluso para el 1 por ciento; cada vez son más los que comprenden que no puede haber un crecimiento económico sostenido, necesario para su prosperidad, si los ingresos de la inmensa mayoría de los ciudadanos están estancados.
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