miércoles, 22 de marzo de 2023

La pequeñez de los mortales y la grandeza de Dios

Escribe el filósofo Irving Singer que “también Lutero subraya el enorme abismo que separa lo finito de lo infinito, la pequeñez de los mortales y la grandeza de Dios, cuando sostiene que la naturaleza pecadora del hombre le imposibilita amar a Dios con sus propios recursos. Al mismo tiempo, Lutero proporciona una concepción del hombre que no sólo ama a Dios y es amado por él, sino que se fusiona con él formando un “solo ser”. Como el hombre, por su propia naturaleza, es incapaz de amar, este sagrado vínculo es posible gracias a que Dios le otorga su amor mediante una explosión de ágape, convirtiendo al inmerecido receptor en su vehículo. La reciprocidad existe en la medida en que el amor de Dios vuelve a él después de haber descendido hasta la criatura elegida para completar el circuito. Esta trayectoria muestra el amor que Dios se tiene a sí mismo puesto que se originó en él y volvió a él sin ninguna intervención ajena. El que esto pueda ser considerado como un auténtico ejemplo de amor recíproco entre Dios y el hombre (quien es sólo un conducto para el amor divino) es un problema que la doctrina luterana no ha podido resolver. En la romantización del pensamiento de Lutero hallamos dificultades parecidas. Como el amor o ágape romántico es infundido en seres humanos desvalidos, los invade con un poder asombroso, hiere por motivos propios y no porque los individuos lo hayan deseado para sí mismos, es difícil ver en todo esto la presencia genuina de la reciprocidad. Si el amor es la búsqueda de lo desconocido, si no presupone mucho conocimiento de la otra persona, si dos personas se unen mediante una experiencia reveladora de la divinidad pero sin un fundamento objetivo basado en lo que son como hombre y mujer particulares, entonces resulta extraño afirmar que se aman mutua y recíprocamente”.

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