sábado, 25 de marzo de 2023

Enrique VIII, cabeza de la Iglesia anglicana

El papa Julio II negó la nulidad del matrimonio de Enrique VIII con Catalina de Aragón y Castilla. Entonces Enrique VIII se declaró cabeza de la Iglesia anglicana, rompió con Roma, confiscó los bienes de los monasterios, los clausuró por ser los últimos reductos de la autoridad papal y se autoconcedió la nulidad de su primer matrimonio. En cuanto al fondo, se mantuvo dentro de la ortodoxia, y persiguió a los luteranos. La nueva doctrina era solo una excusa para hacer reina a Ana Bolena. El monarca que, secundado por todos los eruditos de Inglaterra, había escrito una respuesta agresiva a Martín Lutero que le valió el título de Defensor de la Fe, ahora rompía con la Iglesia. Pero la intransigencia de Enrique y el subsiguiente cisma anglicano que desasió la Iglesia británica de la jurisdicción del papa tuvieron que ver con su carácter y este con sus malos hábitos alimenticios. Mucho plato y poca suela de zapato hicieron que durante sus últimos años su cintura fuera como la de un oso, casi metro y medio. La completa ausencia de vitaminas en la dieta de aquel soberano bulímico de carne y alcohol trastornó su mente y lo convirtió en un hombre errático y con bruscos cambios de humor. Aunque el deseo seguía tan pugnaz como el de una liebre, había perdido la capacidad de consumarlo y los vicios del rey solo eran la gula y los juegos de azar. En dos años perdió 3.250 libras en las cartas, mucho dinero para cualquiera que no fuera él, que a su muerte poseía cincuenta palacios. Entre los consejos que Don Quijote dio a Sancho Panza, no fue el menos sabio aquel que le recomendaba: “Come poco y cena más poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago”. Si ese monarca atrabiliario hubiera ingerido más verduras, el Reino Unido seguiría siendo un país católico y,como dijo Chesterton, “entonces la historia del país habría sido un espectáculo de felicidad tan completa como cabe en lo humano”. Una dieta hipercalórica y el abandono de su actividad frenética le provocaron gota, varices y escorbuto. Esas fueron las causas más probables de su muerte a los cincuenta y cinco años, y no la sífilis, como se había sospechado hasta ahora, escribe Gonzalo Ugidos.


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