sábado, 12 de junio de 2021

Julio II convirtió a Roma a finales del siglo XVI en lugar de encuentro y epicentro del arte y del pensamiento


La inmensa mayoría de las obras de arte del Renacimiento abordan temas religiosos, y muchas de ellas son el fruto de hombres profundamente animados por la fe religiosa. Cuenta Kenneth Clark que Guercino dedicaba muchas mañanas a la oración; Bernini realizaba frecuentes retiros y practicaba los Ejercicios Espirituales de San Ignacio; Rubens iba a Misa todos los días antes de comenzar su trabajo. Esto obedecía a la sencilla creencia de que la vida de los hombres debía regirse por la fe que inspiró a los grandes santos de la generación precedente. El período central del siglo XVI fue un tiempo de santidad en la Iglesia romana… con figuras como San Ignacio de Loyola, el soldado visionario. No hace falta ser un católico practicante para respetar ese lapso de cincuenta años que produjo a estos grandes espíritus.


Julio II


Fue durante el pontificado de Julio II y bajo su mecenazgo cuando artistas como Bramante, Miguel Angel y Rafael produjeron algunas de sus obras más memorables. En la Catholic Encyclopedia se señala la relevancia del papa Julio II: Cuando se suscitó la cuestión de si la Iglesia debía asimilar o condenar el progreso, tanto si éste se asociaba con el espíritu humanista como si no, Julio II tomó partido por el Renacimiento, preparando así el escenario para el triunfo moral de la Iglesia. Las grandes creaciones de este pontífice, la Iglesia de San Pedro de Bramante y el Vaticano de Rafael, son inseparables de las ideas de humanismo y cultura representadas por la Iglesia católica. El arte se supera a sí mismo en ambos casos para transformarse en el lenguaje de algo más elevado, en el símbolo de una de las más nobles armonías jamás creadas por la naturaleza humana. Fue la voluntad de este hombre extraordinario lo que convirtió a Roma a finales del siglo XVI en lugar de encuentro y epicentro del arte y del pensamiento.

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