lunes, 9 de enero de 2023

Al amotinado se le respetaba, se le temía

El soldado raso de principios de la Europa moderna era despreciado por sus oficiales, odiado por los civiles y por ambos ultrajado. ¡Pero cuando se amotinaba! Al amotinado se le respetaba, se le temía, se le daba gusto; era “alguien”. Puede ser muy bien que, como se ha sugerido con respecto a las revueltas populares del siglo XVII en Francia, “los motines del Ejército de Flandes fueron, en parte, manifestación de la dignidad del desgraciado, una irritación colectiva de la existencia” por parte de los soldados humillados. En primer lugar, su vanidad se veía halagada por las elocuentes súplicas con que sus paternales jefes les bombardeaban, en las que apelaban a su sentido del honor y del deber, y a sus distinguidos servicios pasados. Se convertían en los señores soldados. El duque de Alba saludaba siempre a sus soldados amotinados como a hijos cariñosos y respetados, “magníficos señores hijos”, firmando él mismo, con la mayor mansedumbre, “Vuestro buen padre”. Los soldados no son insensibles a estas suaves insinuaciones, el estilo y afectación de sus cartas igualaban pronto a los del propio gobierno. Los secretarios de los motines comenzaban a formar el archivo; tenían su sello distintivo para autentificar la correspondencia, con un emblema simbólico no exento frecuentemente de artificio. En uno de los motines los participantes encargaron dos banderas oficiales, en cuyos pliegues podían verse efigies de la Virgen María llevando a Cristo en los brazos, junto con el lema “Pro Fide Catholica et Mercede Nostra”. Estos amotinados, que fueron empujados desde Hamont a Hoogstraten, luego hasta Grave y, finalmente, hasta Roermond, entre 1602 y 1605, se atrevieron incluso a adoptar el título de “República de Hoogstraten”, vestían verde para distinguirse de los soldados de las otras dos partes y se preciaron como ciudad-estado independiente y neutral. Sólo abandonaron su independencia nominal cuando los leales españoles les declararon proscritos y obligaron a pasarse a los holandeses. Los amotinados se negaron a admitir esta postura; ofendidos, redactaron un escrito de notable extensión, en que se excusaban por su acción, que fue publicado en varias lenguas.

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