Los cafés trazan el mapa de Europa y las relaciones en los cafés revelan su esencia. Esos encantadores locales “se extienden desde el café favorito de Pessoa en Lisboa hasta los cafés de Odessa, frecuentados por los gangsters de Isaak Bábel”. No hay cafés “primeros ni determinantes en Moscú, que es ya un suburbio de Asia”. Steiner considera simbólico que cuando las luces se apagaron en Europa, en 1914 con la Primera Guerra Mundial, el pacifista y socialista Jean Jaurès (1859-1914) fuera asesinado en el Café du Croissant, en París, por un fanático nacionalista a favor del conflicto armado.
Las distancias europeas poseen escala humana, pueden ser dominadas por el viajero, como lo ponen de manifiesto los peregrinos a Compostela desde tiempos inmemoriales. Europa es aquel lugar donde al viajero “nunca le parece estar muy lejos del campanario del próximo pueblo” . En Europa, “los ríos han tenido vados, vados, incluso para bueyes, “Oxford” (significa vado de buey)”. La diferencia con otros continentes es radical. En Estados Unidos, en Australia, no se va a pie de una población a otra. “Los desiertos del interior australiano, del sudoeste americano, los grandes bosques de los estados del pacífico o de Alaska, son casi impracticables”, mientras que Europa está hecha por europeos que piensan mientras caminan. “Algunos elementos integrantes del pensamiento y la sensibilidad europeos son, en el sentido originario de la palabra, “pedestres”. Su cadencia y sus secuencias son las del caminante”. “El cotidiano Fussgang (paseo a pie) de Kant, su ruta, cronométricamente exacta, a través de Königsberg, llegó a ser legendario”.
Las calles y plazas europeas evocan su historia, los europeos “habitan literalmente en cámaras de resonancia de los logros históricos, intelectuales, artísticos y científicos”, dice Steiner. “Indudablemente, la restauración, milímetro a milímetro, de los antiguos barrios de Varsovia con arreglo a pinturas topográficas del siglo XVIII es un milagro de destreza y de deliberada remembranza. Pero cuando caminamos entre estos sólidos espectros nos invade una sensación extraña, de enorme tristeza”. Sobre la carga del pasado, apunta: “Caminando cansinamente por la Rue Descartes, cruzando el Ponte Vecchio, o pasando ante la casa de Rembrandt en Ámsterdam, cuántas veces no me abrumó, incluso en sentido físico, la pregunta ¿Para qué? ¿Qué puede añadir cualquiera de nosotros a las inmensidades del pasado europeo?; un europeo culto queda atrapado en la telaraña de un in memoriam a la vez luminoso y asfixiante”. Eso es precisamente lo que Norteamérica rechaza. “Su ideología ha sido la del amanecer y la futuridad. Cuando Henry Ford declaró que “la historia es una estupidez”, estaba ofreciendo una contraseña para la amnesia creativa, una capacidad de olvidar que avala una búsqueda pragmática de la utopía”.



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