En la Francia del siglo dieciséis, la actividad de un hombre y su mérito real solo podían demostrarse y conquistar la admiración mediante la valentía en el campo de batalla o en los duelos; y como las mujeres amaban el valor y sobre todo la audacia, se convirtieron en los jueces supremos del mérito de un hombre. Nació entonces el “espíritu de la galantería”, que propició la destrucción, una por una, de todas las pasiones e incluso del amor, en provecho de ese tirano cruel al que todos obedecemos, la vanidad. Los reyes fomentaron la vanidad, y con motivo; de ahí el poder de las condecoraciones.
Referencia: La abadesa de Castro (Stendhal)

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