El pastor y profesor de matemáticas del Trinity College de Oxford, Charles Lutwidge Dogdson, acompañó una tarde de verano de 1862 a su colega, el reverendo Duckworth, en una excursión en barca por el Támesis. Llevaban a las tres hijas del deán de la iglesia de Christ Church, Lorina, Alicia y Edith Liddell. Las niñas aburridas, quisieron oír uno de los estrafalarios cuentos que solía narrar el reverendo Dogdson. Ese día decidió que lo protagonizara Alicia, que acababa de cumplir diez años. Ante su asombroso argumento, el pastor Duckworth le preguntó si estaba improvisando. Dogdson le dijo que sí, pero que lo estaba “inventando paso a paso, más por tener que decir algo, que por tener algo que contar”. La historia original se llamaba “Las aventuras de Alicia bajo tierra”. La niña le pidió al pastor que lo pusiera por escrito y las navidades siguientes, se lo regaló copiado de su puño y letra, acompañado de unos encantadores dibujos. Tres años más tarde lo publicó, bajo el nombre de Lewis Carroll. Hace 150 años nadie podía imaginar que este cuento infantil iba a tener tanto éxito.
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| Charles Lutwidge Dogdson |
Alicia se enfrenta a la aparente insensatez de este mundo (”no puedes evitar andar entre locos”, le dice el Gato de Cheshire, ya que “todos estamos locos aquí”). Como dice Jaime de Ojeda, “el mundo del alma es complejo e imprevisible, y la vida nos obliga a atravesar circunstancias no menos complejas e ingobernables”. Es así como “cada uno procura encontrar su propio camino en esa dicotomía laberíntica del propio ser y de la vida”. Pasamos así, del asombro y el miedo de la infancia, a la indignación ante la idiotez y la hipocresía de la adolescencia, que pone luego en evidencia, como adultos, nuestras infamias y fracasos.

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