Evelyn Waugh, novelista británico de la primera mitad del siglo XX, se había quejado en una carta publicada en el New Statesman el 5 de marzo de 1938 que “hubo una época a principios de los veinte en que se empleaba con frecuencia la palabra bolchevique. Se utilizaba de modo indiscriminado para designar a los escolares obstinados, a los empleados que pedían un aumento de sueldo, a los criados impertinentes, a quienes pedían una ampliación de los derechos de propiedad de los pobres, y a cualquier cosa o persona que el hablante desaprobara. Su único propósito era impedir el debate razonable y la reflexión. Creo que corremos un peligro similar, el uso del término fascista. Hace poco se envió una petición a los escritores ingleses… para que se definieran de modo categórico a favor del bando republicano de España o de los fascistas. Una encarcelación de manifestantes se describe como una “sentencia fascista”; investigar la situación económica de alguien es fascista; la colonización es fascista; la disciplina militar es fascista; el patriotismo es fascista; el catolicismo es fascista; el buchmanismo es fascista; el antiguo culto japonés al emperador es fascista; el antiguo odio de las tribus de Oromo por los suyos es fascista; la caza del zorro es fascista… ¿Acaso es demasiado tarde para llamar al orden?”
Mientras Waugh escribía, la reductio ad absurdum de etiquetar a todas las personas y cosas como bolcheviques o fascistas hallaba una expresión tragicómica en España. Los comunistas y los anarquistas, antes aliados contra los fascistas de Franco, habían empezado a volver las armas contra sí, acusándose mutuamente de “fascistas”. En tales circunstancias era de veras demasiado tarde para llamar al orden porque el orden mismo era considerado fascista.

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