“Llega un día en que el miedo, la derrota, la muerte de compañeros queridos, hace que el alma del combatiente se pliegue ante la necesidad. La guerra deja entonces de ser un juego, un sueño; el guerrero comprende por fin que la guerra existe realmente. Es una realidad dura, infinitamente más dura de soportar, porque encierra la muerte. El pensamiento de la muerte no puede sostenerse sino por relámpagos, desde que se siente que la muerte es, en efecto, posible. Es verdad que todos los hombres están destinados a morir y que un soldado puede envejecer en los combates; pero en aquellos cuya alma está sometida al yugo de la guerra, la relación entre la muerte y el porvenir no es igual que en los demás hombres. Para los otros la muerte es un límite impuesto de antemano al porvenir, para ellos es el porvenir mismo, el porvenir asignado a su profesión. Que los hombres tengan por porvenir la muerte es algo contrario a la naturaleza. Desde que la práctica de la guerra hace sensible la posibilidad de muerte que encierra cada minuto, el pensamiento se vuelve incapaz de pasar de un día a otro sin atravesar la imagen de la muerte. Entonces el espíritu posee una tensión que no puede soportarse por mucho tiempo; pero cada alba nueva trae la misma necesidad; los días agregados a los días forman años. El alma sufre violencia todos los días. Cada mañana el alma se mutila de toda aspiración, porque el pensamiento no puede viajar en el tiempo sin pasar por la muerte. Así la guerra borra toda idea de fines, hasta la de los fines de la guerra. Borra el pensamiento mismo de poner fin a la guerra”, escribe Simone Weil.
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