Debe de ser más placentero acomodarse en una butaca y escribir historias sensacionales, que sudar la gota gorda toda la vida para reunir el material; más fácil describir la enfermedad y la muerte que combatirlas, o inventar siniestras intrigas que ser víctima de ellas sin previo aviso. Pero ¿por qué no recogen por sí mismos el material esos escritores profesionales? Casi nunca lo hacen. Los novelistas que a toda costa quieren llevar al lector a los bajos fondos, rara vez los frecuentan. Los especializados en la enfermedad y la muerte, raramente pueden ser inducidos a acompañarnos al Hospital donde acaban de despachar a su heroína. Poetas y filósofos que, en sonoros versos y en prosa, saludan como libertadora a la muerte, palidecen a menudo con sólo oír el nombre de ésta su mejor amiga. Es una vieja historia. Leopardi, el más grande poeta de la Italia moderna, que deseaba la muerte en exquisitas rimas desde que era muchacho, fue el primero en huir cuando el cólera apareció en Nápoles. Hasta el gran Montaigne, cuyas serenas meditaciones sobre la muerte bastan para inmortalizarlo, escapó como una liebre cuando surgió la peste en Burdeos. El sombrío viejo Schopenhauer que hizo de la negación de la vida la clave de su sistema, interrumpía siempre toda conversación sobre la muerte, escribe Axel Munthe.
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