*El vacío espiritual del que participan los personajes de la novela Nada no es ajeno a su autora Carmen Laforet Díaz. Carmen había sido bautizada y, vagamente, tenía conciencia de la existencia de Dios. Con ocasión de la amistad con dos grandes mujeres se empieza a interesar por las cuestiones de la fe. La ganadora del premio Nadal había crecido sabiendo que sería escritora. Su camino hacia la literatura y su vida tenían presente a Elena Fortún, creadora de la saga Celia, aun sin conocerla. Cuando entablan amistad, la autora, enferma de cáncer, se ofrece a rezar por Carmen y esta le pide que lo haga por su alegría interior,“que a veces pierdo desastrosamente”. Su intercambio epistolar se mantuvo hasta el fallecimiento de la escritora infantil a los 65 años, en 1952. La otra mujer que espolea la religiosidad de Laforet es la deportista olímpica Lilí Álvarez. A Carmen le fascina que el espíritu indómito y pionero de la tenista esté sujeto con gozo y convencimiento a los dogmas de la Iglesia. La mezcla de audacia y paz en el sufrimiento de la ganadora del Roland Garros intriga a Carmen y la predispone a la lectura de libros religiosos. En diciembre de 1951, Elena Fortún escribe de manera premonitoria a Carmen Laforet: “Todo llegará. Un día cualquiera, cuando más descuidada se esté y menos se espere”. Fortún llevaba un tiempo inquieta por Carmen pero desconoce el motivo. Sin lugar a dudas, las oraciones de ambas personalidades dan su fruto y Carmen recibe la gracia de la conversión. Tan solo días después de las palabras proféticas de la autora de Celia, Lilí Álvarez está rezando por Carmen Laforet en Los Jerónimos y esta acude a su encuentro en la iglesia. Charlan unos minutos y Laforet prosigue el camino de vuelta a casa. En un instante comprende todo. Lo oculto se revela en su mente con una claridad límpida. “Dios me ha cogido de los cabellos y me ha sumergido en su misma esencia. Ya no es que no haya dificultad para creer… Es que no se puede no creer”. Reconoce la naturaleza milagrosa de su experiencia mística y se maravilla ante la felicidad completa, nunca antes sospechada. Dios había salido al encuentro de su alma una tarde de diciembre, en una calle cualquiera de Madrid.
Carmen sufrió un alzhéimer que llevó a sus hijos, con los que había convivido alternativamente las últimas décadas, a internarla en una residencia geriátrica hasta su fallecimiento en 2004. Mientras recorre con ayuda los pasillos de la residencia, oye que en alguna de las habitaciones están asistiendo a la retransmisión de la misa. Con señas, Carmen pide entrar. Repite esta demanda durante varios días y una de sus hijas comprende su inquietud espiritual. Un sacerdote la conforta con los sacramentos de la confesión y la unción de enfermos. Su espíritu, al fin, encuentra la paz.
*Basado en un artículo de Esperanza Ruiz.
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