Según Tom Wolfe, la pornografía le pasó su estafeta, a la plutografía. Ya nada sujeta a la ostentación de la riqueza. Hubo una época precaria en la que parecía inmoderado mostrar caudales; ahora nada es más trendy que el descaro. Los Ricos & Famosos siguen siendo inaccesibles pero sus propiedades pueden ser golosamente admiradas en las revistas donde la fortuna es la mayor de las bellas artes. Así como el kitsch logra un efecto estético con la exacerbación del mal gusto, la vulgaridad, cuando es suficientemente costosa, se aviene con el espíritu del siglo. La patanería resulta chic si la bota que te pulveriza la quijada fue adquirida en Rodeo Drive.
En El Quijote, las “discretas razones” son sinónimo de sensatez. Hoy en día, las parejas confiesan sus más sórdidas intimidades ante las cámaras de televisión y la publicidad nos sonsaca con un rotundo “tú puedes”. La timidez se ha vuelto un signo de fracaso, y la personalidad sólo parece tener sentido si se exhibe en todas partes. Esta cultura del descaro y la sinceridad suicida ha contribuido a relajar nuestras vidas (la excusa de sincerarnos ayuda a decir sin culpa las horrendas cosas que se nos ocurren), pero también nos ha hecho oír y contemplar suficientes espectáculos para hacer de la pena ajena la emoción de la década. En el arte, el hombre suele repetir la relación que tuvo con los juguetes. Aunque escribía en la rústica tecnología de 1762, Rousseau diagnosticó el problema. “Ya no sabemos ser sencillos en nada, ni siquiera en lo que se refiere a los niños. Cascabeles de plata, de oro, coral, cristales de caras pequeñas, chupetes de todo precio.Cuántos aparatos inútiles y perniciosos. Nada de esto… Un trozo de regaliz que pueda chupar y mascar lo entretendrá tanto como esas magníficas baratijas, y no tendrá el inconveniente de acostumbrarlo al lujo desde su nacimiento”.
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